martes, 27 de octubre de 2020

Lucila Lastero: Columbia University y otros destellos de Nueva York


Los pasos que retumban en el mármol y los sonidos del subte que frena en la estación. Con pasaporte y visa en mano, esta vez nos vamos de viaje con Lucila Lastero a Nueva York. La ciudad que Jay-Z y Alicia Keys describe como una concrete jungle donde los sueños se hacen realidad. 


Columbia University y otros destellos de Nueva York


Federico García Lorca pasó por las aulas de la Universidad de Columbia. También J. D Salinger, Isaac Asimov, Allen Ginsberg.  Por eso, en cuanto arribé a la ciudad de las luces insomnes, busqué la manera de llegar a la Universidad de Columbia.

Fui a New York con el objetivo de cursar dos semanas intensivas de escritura creativa para hispanohablantes en el City College. El seminario incluía actividades de recorrido por la ciudad y producción diaria de textos. Pausas y días libres me aseguraban que dispondría de huecos de tiempo suficiente para salir en busca de los rastros neoyorquinos de los autores y de los libros que leí. Era la primera vez que viajaba a un país de América del Norte. Para alguien como yo, nacida en el conurbano bonaerense y criada en un barrio modesto de Salta, todo era novedoso y deslumbrante.


© Lucila Lastero
















El camino hacia Columbia fue muy fácil de encontrar. En cuanto me subí al metro, el que me llevaría desde mi alojamiento en Harlem hasta el City College para mi primera clase, leí Columbia entre los nombres de las estaciones pintados sobre las paredes del vagón. La necesidad de deletrear palabras y de recurrir a gestos para hacerme entender en la boletería del metro, me habían dejado insegura. Por eso, en cuanto salí a la superficie y me vi perdida, no me animé a preguntar. Miré una y otra vez el mapa y di vueltas sin rumbo hasta toparme con la referencia esencial: el Toro de Wall Street. Justo al frente, estaba el City College.

Lo que más me gustó del primer día fue haberme encontrado con mis compañeros de seminario: todos latinoamericanos, todos hispanohablantes. En el aula y en mis compañeros estaba la coraza protectora que supone el solo hecho de escuchar la música del idioma propio en escenario extranjero. La lengua fue la puerta de entrada para las charlas, los paseos en grupos por la ciudad, y los tragos y cafés en aquellos bares subterráneos con aires de cápsulas conspirativas de principios de siglo.

Nueva York es una marea dorada y estridente que captura los cuerpos y los funde en su vértigo. Muy pronto me vi sacudida por la ciudad. Me volví insomne como ella, y caminé sin parar entre luces, rascacielos y muros atravesados por escaleras como hormigas escalándolos en hileras. A veces, sola. Otras veces, con algún grupo de compañeros, riéndonos y sacándonos fotos como si no nos acabáramos de conocer. Me levantaba a las seis de la mañana y me dormía cerca de las dos; el cansancio era una sensación inadmisible. Estaba en Nueva York, y todo estaba pasando ahora.


© Lucila Lastero



















Recién el día anterior a mi vuelo de regreso, pude hallar el momento adecuado para salir en busca de Columbia. El metro me dejó en una esquina. Lo primero que vi fue algo que parecía un parque. Pero el ir y venir de jóvenes con mochilas arrojaba la evidencia: era la Universidad de Columbia. Mi primer impacto tuvo que ver con no haberme imaginado su tamaño. No un solo edificio, sino una ciudad entera hecha de múltiples edificios rojos que se erigían entre calles y jardines simétricos. En ciertos sectores, los cerámicos replicaban los mismos rectángulos colorados, con bordes beige, de las ventanas. Caminar por las calles de Columbia era adentrarse en un mundo de geometrías fascinantes.       

La Biblioteca era una construcción de columnas griegas precedidas por la estatua del Alma Máter levantando su cetro de intelectualidad. Entré. Recorrí las galerías y algunos rincones de la planta baja. Mis pasos hacían eco sobre el piso espejado. De pronto escuché una voz suave que parecía provenir de una de las salas. Me asomé. Era un aula, completamente abierta. Una docente joven, parada detrás de un atril, hablaba frente a un grupo de estudiantes. Noté que, por la altura y por las luces en la que se encontraba la puerta, nadie notaría mi presencia. Así que entré. Estuve varios minutos de pie, al fondo, escuchando una clase en inglés de la que no entendí casi nada. Pero me di el gusto. Estuve en la Universidad de Columbia. 

Fueron solo dos semanas y, aunque los tiempos de un viaje corren como el viento, nuestras memorias son ese boomerang que retiene la intensidad y vuelve siempre en busca de la mano que sabe atrapar los recuerdos y, a la vez, tomar el impulso necesario para el lanzamiento hacia nuevos asombros. 


Lucila Lastero, Nueva York, 2017


© Lucila Lastero


viernes, 2 de octubre de 2020

Encuentro de escritores / Colegio "San Juan de Vera"


Encuentro de escritores en el Colegio Informático "San Juan de Vera"


El 28 de septiembre tuve la oportunidad participar en un Encuentro de escritores, organizado por el Departamento de Lingüística del Colegio Informático "San Juan de Vera" de la cuidad de Corrientes. Agradezco a los y las profes por la invitación, y al escritor Avelino Núñez con quien compartí el espacio.

Durante la charla, los y las estudiantes me hicieron llegar estas preguntas por el chat. Aquí las respuestas a modo de agradecimiento por la invitación. Fue muy lindo desandar el camino de la escritura para ver todas sus aristas.  


¿Cuándo se dio cuenta que le encantaba la escritura?

Me di cuenta cuando era chico. Creo que tenía la edad de ustedes. En aquellos años, advertí que la escritura me permitía decir esas cosas que para los demás estaban fuera de lugar. Y como siempre tuve la necesidad de expresar mis opiniones sobre lo que veía, leía o pensaba, descubrí en la escritura una forma de libertad.


¿Cómo uno puede ser escritor?

Sin dudas, leyendo y escribiendo. A veces algo que leíste te inspira y entonces aparece la escritura. Corregir también es parte de ese proceso. La tarea de corrección se disfruta mucho, pero siempre es bueno tener a alguien en quien uno confía para que nos ayude a revisar el texto y que nos haga devoluciones constructivas. Para decirnos que algo está mal, ya tenemos el mundo y sus leyes. Además, hay que prestar atención a todo lo que pasa y nos pasa, es decir, observar y sentir. Con esto no sé si es suficiente para llegar a ser escritor, pero estoy seguro de que servirá para disfrutar más de la vida. Porque la escritura también es eso: vivir.  

 

¿Alguna vez escribió algo y luego cuando lo leyó otro día no le convenció del todo?

Me pasa todo el tiempo, por eso está bueno publicar. Pero antes de hacerlo, es importante dejar que el texto se tome su tiempo, que madure y entonces sí, revisarlo y publicarlo. Porque sucede como en todo: un día algo que te encanta, pero al día siguiente dejó de gustarte.  

 

¿Qué le inspira a la hora de realizar un cuento o poesía?

En mi caso, la inspiración viene de las cosas de la vida. Todo lo que me pasa en la vida -de una u otra forma- va a parar a la escritura. Porque la literatura me permite repensar y encontrar -aunque tal vez no vea- un aprendizaje. Desde hace tiempo ya no me pregunto “¿Por qué a mí?” sino “¿Qué puedo aprender de esto que me pasó?”. Y ahí aparece la inspiración que, según su etimología, indica el entusiasmo que anima el valor de crear.

 

¿Pensaste que ibas a llegar a ser conocido?

Siempre digo, a modo de chiste, que yo ya era conocido antes de ser escritor. No me detengo a pensar en el reconocimiento. Porque creo más en el esfuerzo y en el trabajo que en los resultados. Amo cada proyecto nuevo que emprendo, por eso sea lo que sea que haga, doy el 110 por ciento.

 

¿Qué consejo puede dar para llegar a ser escritor?

¡Cuando entrevisto a escritoras y escritores siempre les hago esa pregunta! ¡Me encanta! Esta vez tomaré el consejo de una amiga, Angélica Gorodischer: “Lo que es imprescindible es la lectura”. Es decir, hay que leer, leer y leer. A eso le sumaría la pasión: leer y escribir con pasión. Una vez escuché decir que el exceso de trabajo en algo que no te gusta, se llama estrés. Pero que el exceso de trabajo en algo que amas, se llama pasión. Yo le pongo pasión a todo lo que hago y eso, en mi caso, me deja trabajar tranquilo.

 

¿Cómo fue el proceso de creación de su primer libro, o sea, desde la idea hasta que lo publicaste?

Cuando publiqué mi primer libro, lo hice con la editorial Intravenosa, de Jujuy, quienes hicieron un gran trabajo. Se llamó “Música para aeropuertos” y lo trabajé con gente amiga: con Bruno Rojo, un artista que hoy vive en España; con Pablo Vinet con quien después trabajamos juntos en un libro llamado “una habitación dorada” y con la fotógrafa Luciana Pedicone Lewin. Cuando salió, me di cuenta de que era un libro raro y hermoso. Tenía mucho de conceptual. Yo, por lo menos, no vi otro libro así.

 

¿Tuviste algún bloqueo?

Sí, varios. Antes salía a correr o me iba de viaje. Ahora que estamos en medio de una pandemia, aprendí a dejar de pensar. En vez de pensar, opto por hacer otras cosas. Los bloqueos, en mi caso, son momentos en que la mente se enoja, así que es cuestión de esperar a que se le pase el malhumor, y ahí vuelvo a trabajar.  

 

¿Se inspiran en algún artista?

Me gustan muchos y muchas artistas. Ahora estoy trabajando con diseñadores y diseñadoras de moda, explorando ese mundo que me parece fantástico. Me inspiran las historias de diseñadores, fotógrafos, modelos y editoras, etc. Es un mundo muy entretenido. Sobre todo, la moda de los años ´90.   

 

¿Cuáles temas evitas tocar en tus creaciones?

La escritura es un medio para explorar el mundo y la literatura tiene que llevarnos a esos lugares que, como sociedad, a veces no queremos, no podemos o no nos animamos a transitar. Si evitas tocar determinados temas, los libros se parecerán a un montón de otros textos que tampoco se animan. En este sentido, escribir es como desfilar en una pasarela. Vieron que cuando una modelo desfila siempre lo hace con mucha seguridad, bueno, eso quiero lograr con lo que escribo, que mis libros, sin importar la temática que aborden, salgan a la vida y al mundo a decirles a los lectores: Aquí estoy yo.    

 

¿Cuál son sus libros favoritos? Tanto suyos como de otros artistas

De los míos, “Música para aeropuertos” es el más mimado. Adoro una enciclopedia llamada “Lo sé todo”. Son varios tomos donde aparecen diferentes artículos con ilustraciones. Cada vez que abro alguno de esos ejemplares, es como entrar a un mundo paralelo. Ahora estoy muy entusiasmado leyendo las obras de Patti Smith.   

 

¿Cuáles son las técnicas que utilizan para desarrollar un personaje?

Algo que me gusta hacer cuando estoy trabajando en un personaje, es prestarle atención al modo en que se expresa la gente en la calle. Voy tomando notas mentales que cuando me siento a escribir, regresan. En lo que escribo, lo más importante es que la voz poética o la voz narradora me diga eso que estoy necesitando escuchar.


Encuentro vía Zoom




domingo, 6 de septiembre de 2020

Entrevista a Florencia Álvarez


Florencia Álvarez: “los sueños están para cumplirse”

 

Desde la ciudad de San Salvador de Jujuy, la diseñadora Florencia Álvarez habla de sus inicios en el mundo de la moda, de sus referentes creativos y nos brinda un panorama de la Alta Costura en el norte argentino.


¿Cómo se produjo tu acercamiento al mundo de la moda?

De chica me gustaba mucho reformar mi ropa para que sea diferente. En la adolescencia veía mucho los programas de moda, donde enseñaban a coser, y empecé a interiorizarme en la moda mirando desfiles, leyendo revistas y me fue apasionando ese hermoso mundo de la moda.

¿Cuáles son tus referentes del mundo fashion? ¿Qué admirás en cada caso?

Me gusta mucho Valentino, su estilo es elegante, moderno y ultrafemenino. Y Gabriel Lage porque adoro sus telas y los bordados aplicados en cada diseño. Resalta mucho la figura de la mujer.


 











¿Qué recuerdos conservas de tu colección inspirada en "La cena de blanco" y haber vestido a modelos como Ingrid Grudke?

El desfile lo organicé con mucho amor. Fue a beneficio de fundaciones y puse todo lo mejor para que en Jujuy, por primera vez, se vea un Desfile de la Alta Costura exclusivo de una Diseñadora local. Tengo los mejores recuerdos con Ingrid desde el primer día que la vi, es impactante, además muy agradable, simpática. Supo lucir mis diseños con ese carisma que la identifica.



















¿Cuáles son las telas o materiales clave en tus diseños?

Me gusta mucho trabajar en gasas ya que son muy nobles para hacer drapeados, gajos. Mi material preferido a la hora de bordar son los cristales, aportan mucho brillo y, a la vez, son muy delicados.

¿Qué buscas reflejar con tus creaciones?

En un diseño busco reflejar la personalidad de mi clienta, desde los colores que elije hasta en los detalles, para que se sienta segura y cómoda. Y así esa noche estar esplendida.


 














¿Cómo ves el panorama de la Alta Costura, particularmente, en el norte argentino?

En la época que me recibí, éramos muy pocas diseñadoras, ahora somos bastantes las que nos dedicamos a la Alta Costura, cada una con su propio estilo, pero estábamos todas enfocadas en lo mismo, hasta que la pandemia nos dio un giro, ahora no solo hacemos vestidos, es un amplio abanico el que poseemos.


¿Cómo describirías a la mujer que lleva tus prendas?

La describo como una mujer segura, práctica y cómoda, a su vez sexy, atractiva, moderna.

¿Qué consejos le darías a quien sueña con convertirse en diseñador/a de moda?

Que sigan adelante con sus sueños, que pongan todo para superarse, que los sueños están para cumplirse. Y siempre actualizarse en técnicas y tener más conocimientos para seguir creciendo.


¡Gracias a Florencia por la entrevista y por las fotos! 


















sábado, 15 de agosto de 2020

El sector cultural en tiempos del COVID-19


El impacto del COVID-19 vino a reconfigurar la dinámica mundial. En el ámbito cultural, la pandemia aquejó fundamentalmente a los países dependientes del mercado global. Las medidas de distanciamiento social y la cuarentena obligatoria afectaron especialmente al sector cultural y a toda su cadena de valor, fragilizando aún más la situación de los profesionales de la cultura. Frente a esta incertidumbre, brindar un panorama claro resultó clave para establecer planes de acción.

UNESCO

El cierre de los museos, teatros, bibliotecas, mercados, parques y atracciones turísticas y el movimiento de personas limitado, golpeó con fuerza la vida cultural y la industria del turismo en los países con mayor número de casos. La crisis, en este sentido, generó un desajuste financiero que se refleja en la pérdida de numerosas fuentes de trabajos, tal es el caso del Cirque du Soleil que anunció la despedida del 95% de sus trabajadores.

No obstante, muchos creativos mantienen una actitud positiva y participan proactivamente en actividades en línea para transmitir su creación en forma digital y comunicarse con el resto de la sociedad.

Twitter de Valeria Lynch

Esto dinámica se dio en diversas partes del país, como ocurrió, por ejemplo, en la ciudad de Rosario cuando durante tres días hubo un cruce epistolar entre autores, entrevistas para seguir en vivo desde las redes, lecturas de poesía, muestra de ilustradores rosarinos y una nueva sección. Participaron, entre otros invitados, Claudia Piñeiro, Osvaldo Aguirre, Federico Falco, Débora Mundani, Beatriz Vignoli y Santiago Venturini.

En este contexto, los gobiernos trataron y tratan de ayudar desde el plano normativo, buscando soluciones para proporcionar un mejor acceso a la cultura y la información pública, procurando extender ayudas sociales para los artistas y los trabajadores informales del sector cultural.

El Gobierno Nacional, en sintonía con el Ministerio de Cultura de la Nación, adoptó diferentes medidas para mitigar los efectos de la pandemia. La cultura de la solidaridad fue un elemento guía en las decisiones de la cartera, apuntando a un objetivo irrenunciable: la vida y la salud de todos los argentinos y argentinas.

Entre otras acciones llevadas a cabo, se encuentra el empleo de las instalaciones de Tecnópolis para establecer allí una unidad sanitaria destinada pacientes leves que requieran internación. O bien, la utilización del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur para la fabricación de máscaras protectoras destinadas al personal de salud y de las fuerzas de seguridad. También, el trabajo del Teatro Nacional Cervantes que nucleó equipos rotativos de trabajadoras y trabajadores del sector de sastrería y vestuario, para la confección de tapabocas en los talleres de vestuario.

En materia de financiamiento, se sostuvo el Programa Puntos de Cultura, el Fondo Desarrollar que consiste en un fondo de ayuda para el sostenimiento operativo de espacios culturales multifuncionales, el Programa Músicas Esenciales. Sonidos de la Argentina, los concursos del Fondo Nacional de las Artes, entre otros tantos.

 

 

 

 

 

domingo, 28 de junio de 2020

Victoria Ceriani: las aguas del litoral

En sus viajes realizados a la región del litoral (Misiones, 1995; Formosa, 2014), Victoria Ceriani escribió estos poemas que evocan sus aguas y traen ese aroma a tierra roja. Forman parte de su libro Bordando anaqueles (Ed. El Ojo del Mármol, 2017)



Garganta del diablo

¿Te acordás cuando fuimos
a Misiones,
esa tierra
colorada e inmensa,
Mamá y vos en la
Garganta del diablo,
Mamá y vos
refrescándose la cara?
Torrentes de agua,
que nos transformaban
a todas
las mujeres de la familia,
en guerreras,
para siempre.



Descubrir el tiempo del río

No quiero
perder esta idea.
El norte abriéndose
como un paraíso
ante mi andar
húmedo
y entumecido.
El cálido pasar
de la gente
riendo y festejando
la cercanía del río
Olor a nube
aliento a frutas
El río
puede ser
un lugar.
Victoria Ceriani, regio del litoral, 2017


©Victoria Ceriani, Garganta del diablo



viernes, 26 de junio de 2020

Valentina Vidal: Un paseo sanitario


¡Bienvenidxs a todxs! En tiempos de cuarentena, las ciudades fagocitan su propia violencia. Hoy nos vamos a Buenos Aires de la mano de Valentina Vidal.  


Un paseo sanitario


 Soy porteña, pero de las de clase media baja, de las eternas inquilinas, de las que laburaron desde los 16, primero como niñera, después como repositora de supermercado, atendiendo un kiosco, cadeta de una mecánica dental en el microcentro y así, de laburo de mierda en laburo de mierda, cobrando nada, trabajando mucho. Sin título universitario, en esos años sabías que, si te calzabas una pollera un poco más corta y te pintabas los labios, en una de esas conseguías de recepcionista. Una vez marqué un aviso por el sueldo, pero caí en un puterío oscuro de calle Lavalle y salí corriendo con mis ingenuos 18 años lo más rápido que pude. Seguí cadeteando, ya hacía un par de años que mi papá, después de varios desalojos, había conseguido que nos adjudicaran en la comisión municipal de la vivienda un departamento en los monoblocks de Flores Sur, donde vivíamos con mis viejos y mis dos hermanas chiquitas. El día que nos mudamos acuchillaron a alguien del que solo vimos las pisadas llenas de sangre. No eran días de paco, pero el barrio siempre fue picante. Mientras estudiaba en el conservatorio de música seguí buscando laburo hasta que me tomaron en una oficina del microcentro para atender los teléfonos. También empecé a militar en un partido Trotskista, el mas de Luisito Zamora, dejé el conservatorio y con mi primer sueldo me mudé a un conventillo de San Telmo, donde varias parejas compañeras de militancia ya vivían y tenían una pieza libre. 

Qué puedo decir, ese lugar era un quilombo, pero me quería ir de los monoblocks porque la mayoría de las veces te chupan para siempre. Resultó que la oficina en la que laburaba la manejaba el número dos de la Side y si bien yo no era nadie, una compañera de oficina le contó donde militaba. El tipo vino a mi escritorio y me tomó para la chacota un rato largo, yo era una pibita, una perejila, pero las piernas me temblaban y unos días después renuncié para conseguir trabajo en una clínica donde aprendí un montón de laburos y fui mejorando de puesto gracias a quedarme doce horas por día y soportar todo tipo de invasiones personales. Después de mucho tiempo, el gerente reventó la empresa y nos dejó en la calle. Fue lo mejor que me pudo pasar: empecé a escribir mientras subía mis CV a todas partes, ya con mucha experiencia administrativa encima. No pasó demasiado hasta que volví a laburar en lugares donde me trataron y me tratan bien. Ahora sigo alquilando, en un barrio más coqueto, con dos ambientes y un balconcito hermoso, pero dependo de mi sueldo mes a mes y doy talleres de escritura porque me gusta y porque necesito sumar para pagar los servicios, las expensas, etc,en fin, lo de todos. Con esto quiero decir que soy porteña, pero que serlo no siempre es sinónimo de esa espantosa energía de mis violentos e indignados conciudadanos, que salen sin barbijo, que no respetan la distancia y que cacerolean porque sí. 

Ayer, salí a caminar, en un horario tranquilo y con poca gente, por suerte con Pablo, porque me tienen que convencer entre varias personas para que lo haga, digo por suerte, porque un tipo que venía en bicicleta a mil, me la tiró encima y me gritó ¡CORRETE! De una manera muy violenta. Quien conoce el parque Saavedra en la parte de García del Río, sabe que la zona que hay para transitar alcanza para dos y cuando personas y bicicletas se cruzan, hay un cordial intercambio de espacios para que pasemos todos y podamos disfrutar del paseo. Pablo llegó a putearlo un poco mientras al hombre no le daban las piernas para pedalear. Le pregunté si ahora entendía las razones por las que no quiero salir, la gente está más agresiva que de costumbre y no es la primera vez que pasa: el otro día un vecino paró el ascensor y me dijo de todo porque estaba recibiendo al envío del supermercado con la puerta abierta. Pablo me miró, me abrazó y me insistió en seguir caminando un poco, aunque yo sabía que él estaba explotado de calentura, y yo con mis taquicardias, dije que bueno, que sigamos, y cambiamos de tema con la garganta interrumpiendo con ese vibrato peculiar que deja expuestas las broncas, hasta que le dije que ya estaba bien, que quería estar en casa y pegamos la vuelta. Deben haber sido unos 50 metros los que hicimos cuando lo volvimos a cruzar al señor horrible y escuchamos que un policía hablaba por su radio de que había denunciado un incidente menor y que ya había pasado. Así que al violento no sólo le pareció que estuvo bien, sino que nos quiso denunciar. 

No pasó nada más ni con la poli ni con el idiota, y nos volvimos a casa a seguir viendo Lost, pero hoy me desperté pensando en eso de ser porteña, de lo mucho que quiero a esta ciudad, contra lo agresivos que son algunos de mis conciudadanos que, en medio de una emergencia sanitaria, se vuelven más violentos, más egoístas, y más mezquinos que de costumbre. Y me pregunto, porqué será tan difícil lograr convivir con amor y empatía, o al menos con respeto hacia el otro, en esta preciosa, turbulenta y castigada ciudad.   


Valentina Vida, Buenos Aires, 2020


©Juan Páez. La ciudá desde arriba (Bs.As. 2019)



martes, 9 de junio de 2020

Betina Campuzano: Subir las escaleras de la Comuna 13: de la guerra al arte


En la lectura de esta hermosa crónica vislumbro una analogía entre subir las escaleras y leer un texto: con cada paso vamos construyendo su significación a la vez que comprendemos la fuerza detrás de sus murales. Pasaporte en mano. Esta vez nos vamos de viaje con Betina Campuzano a la ciudad de Medellín, Colombia.


Subir las escaleras de la Comuna 13: de la guerra al arte   


¿Por qué Colombia votó por el NO en el plebiscito sobre el acuerdo de Paz con la guerrilla?, le pregunto al conductor del Uber que nos lleva en Bogotá hasta la Terminal de Salitre para viajar, por fin, a Medellín, la ciudad que siempre es primavera. Es la pregunta que todos los extranjeros les hacemos, nos dice que ellos quieren “reparación”, que quieren que la guerrilla pague sus crímenes. Lo dice, intuyo, con la convicción de quien ha votado a Iván Duque, lo dice justo el día en que gana las elecciones presidenciales por una cómoda mayoría que indica continuidad en la línea liberal de Uribe. Lo dice, advierto, exaltando justamente la figura de Álvaro Uribe, a quien le atribuye haber expulsado a la guerrilla de las ciudades.

A Duque no le creo, nos dice luego el encargado del hotel en la Comuna 14 “El Poblado”, quien tiene la buena disposición de dejarnos ingresar antes del horario del check-in cuando llegamos agotadas después de nueve horas de viaje por tierra. Intento sacar más data, preguntarle sobre los lineamientos políticos, sobre la mayoría en el voto, pero él prefiere callar y en ese silencio despliega argumentos y prudencia, al tiempo que nos ofrece un tinto. Sin azúcar para mí, le digo. En cambio, nos habla de las excursiones: un tours por la ciudad si queremos salir en un par de horas o para el día siguiente un recorrido hasta la Piedra del Peñol y Guatapé, el pueblo de los mosaicos que sobrevivió a las inundaciones durante la modernización. Con el sí a punto de aceptar, retrocedemos: mejor desayunar y caminar un poco la ciudad, conocerla siguiendo nuestros pasos y nuestros extravíos. Saca entonces el encargado un mapa enorme tan encantadoramente analógico el papel con tanto Google Maps y justo con Roaming disponible en América por el mundial— y marca con lapicera todos los recorridos posibles desde el metro. Desde Bogotá, ya sabíamos que en Medellín podríamos manejarnos con el metro y también con el metro cable. Sabíamos desde entonces también, por unas parejas que estaban hospedadas en el mismo hostal de La Candelaria, que no podíamos perdernos las escaleras de los grafitis, que era mejor pagar ese tours porque era una zona peligrosa. 

Pero la idea era caminar la ciudad y perdernos en sus transportes urbanos, así que no dudamos en combinar el metro bajándonos en la Estación San Javier y tomar el colectivo, tal como nos indicó un policía, para llegar a las escaleras de la Comuna 13. Tienen que bajarse cuando termine el recorrido, nos dijo una chica que se bajó unas cuadras antes, mientras seguíamos el trayecto con el GPS del celular. El clima bogotano lluvioso y templado se transformó en un sol a pleno que te rajaba la cabeza mientras veías las calles empinadas atravesadas por miles de cables y los primeros grafitis estampados en las paredes. Sin contratar ningún tours, ni siquiera habiendo googleado el destino, empezamos a caminar mientras nos cruzábamos con un turismo europeo encandilado por las tomas de fotografías. Menos mal parecemos colombianas así no nos ofrecen nada; en realidad, parecemos lo que somos: latinoamericanas. Nos miramos con Maru, mi amiga desde el secundario que devino en compañera de viaje, y frente a un tobogán y a unos murales, nos sentimos defraudadas. ¿Es sólo esto? ¿Hay más? Sí, hay más, no crean que es tan fácil, nos dicen socarronamente dos extranjeras en un español destartalado, indicándonos con un gesto el camino.

© Betina Campuzano






































Y así fue: subimos con el sol partiéndonos la cabeza mientras los grafitis iban sorprendiéndonos por sus cantidades, por la variedad de sus tamaños y por las ubicaciones más insólitas. En la Comuna 13, una de las dieciséis comunas que conforman Medellín, entre pasillos estrechos y empinados, que recuerdan tanto las favelas brasileñas o a las villas miseria argentinas como la estructura de casas construidas en las laderas paceñas, entre plantas colgantes que embellecen más todavía los hogares coloridos y ropas tendidas por todas partes, entre esa enmarañada estructura se alzaban los seis niveles de las famosas escaleras eléctricas que nos acercaban más bien a la idea que tenemos de un shopping o de un aeropuerto. Una perfecta antítesis urbana en las laderas medellinenses que retrata la huella de una modernidad deslucida en Colombia. Es también testimonio de las huellas de una guerra reciente incomprensible.   

Así, mientras camino, veo cómo se suceden en los murales el rostro ajado de una mujer indígena, luego un oso panda y más allá, unos elefantes. Más arriba, otro rostro, ahora el afrocolombiano de una mujer vestida como en tiempos de la colonia. Y más arriba aún, después del mirador, la estampa de un afrodescendiente con un estéreo, bien propio de la cultura pop de los 80, mientras veo a un grupo de niños, también afros, que juegan y nos ofrecen bailar. Escucho a los guías atribuirle un significado a cada estampa, pero ya sabemos que los sentidos pueden ser tantos como las lecturas de los espectadores. Entre piso y piso, encontramos a una de las chicas que evidentemente trabaja en las escaleras —no entiendo bien su función, pero son varias jóvenes a las que distingo por el uniforme marrón glacé, que llevan puesto, con una inscripción que no llego a leer—. Maru se escabulle entre las casas empinadas donde venden artesanías y todas las chucherías que amamos comprar, está decidida a conseguir un típico sombrero vueltiao, mientras yo trato de conversar con la chica del uniforme que, tomando impulso, se levanta de un improvisado banco de cemento que no es otra cosa que el mismo barandal.

¿Acá hubo una matanza, no?, le pregunto. Intuyo que me responderá esquiva, quizá hastiada de este tipo de preguntas o del sol que nos muele al mediodía. Pero no, me equivoco y se despacha con la historia de la Comuna 13 y también, con la suya y la de su familia, porque —y aquí empiezo a entender de qué se trata esto— junto con las escaleras eléctricas, la reconstrucción de la comuna y de su memoria reciente, vinieron las oportunidades de trabajo para los jóvenes y los ya no tan jóvenes que residen en la comunidad y que, además de balas y miserias, han sido heridos por la estigmatización. Recuerdo como un golpe, entonces, las advertencias que nos hicieron en Bogotá.

Sí, aquí pasó la Operación Orión, me dice, y con ella Uribe sacó a la guerrilla de la comuna. Estamos hablando de dos días tormentosos, el 16 y el 17 de octubre de 2002, desenlace de un proceso que se inició en los 70 con las migraciones intraurbanas en Antioquia. Una vez más, percibo cómo se exalta la figura expresidencial. No sé si son mis oídos que quieren escuchar otra cosa o si es lo que se desprende de la descripción misma, pero ese elogio inicial empieza a desdibujarse después en el relato: primero, vinieron los de la ELN (Ejército de Liberación Nacional) y con ellos pensamos que estábamos mejor porque nos ayudaban con la delincuencia, pero después llegó la FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas) y ya no podíamos andar en las calles. Teníamos que salir a trabajar pero era peligroso, se adueñaban de nuestras casas, no podíamos comprar un auto que nos lo quitaban. En la casa de mi mamá quisieron entrar pero yo no los dejé. Pero si esta casa no es suya, me decían, pero mi mamá es una mujer grande, ustedes no van a entrar aquí, les decía. Y no entraron. No los dejé.

Supe después, cuando compré en la misma comuna el libro con testimonios recogidos por el Intendente de la Policía Comunitaria, Comuna 13. El drama del conflicto armado, y también por otro libro que conseguí luego en los usados en Bogotá, un Informe del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, que los habitantes del barrio San Javier quedaron atrapados en un cruce de fuegos. Es decir, fueron rehenes —literalmente— tanto de diversos grupos de las guerrillas que se disputaban el control de un territorio valioso porque era un punto clave para la comercialización, como también fueron rehenes de las fuerzas paramilitares, las Fuerzas Militares y la Policía Nacional. El resultado de este enfrentamiento —que, a diferencia de otras regiones del continente donde la zona rural es la más afectada, se desarrolló en el espacio urbano— fue un número menor de muertos civiles declarados; cientos de desaparecidos y ejecutados extrajudicialmente, cuyos cuerpos —se cree— se hallan en la Escombrera, una fosa común que espera ser destapada; además de los cientos de desplazados o migrantes que tuvieron que dejar forzosamente sus casas en la comuna para sobrevivir. Y a ello se suman los secuestros exprés, el Estado de Excepción declarado por Uribe, la estigmatización de los jóvenes.   

© Betina Campuzano

¿Y cuándo aparecieron los grafitis?, vuelvo a preguntarle. Ella, ya de pie, me acompaña hasta el siguiente piso mientras me muestra los grafitis de Chota y va dándole un significado a cada figura. Chota es uno, quizá el más representativo de los artistas urbanos que viven en la comuna, y que ya no quieren pertenecer a las bandas, sino transformar el rostro de su barriada, uno como tantos de los chicos que empezaron haciendo lo que nosotros llamamos “changuitas” en Argentina y terminaron ocupados en proyectos artísticos. Tanto él como la comuna fueron descubriéndolo como artista después de que pusieran en funcionamiento las escaleras mecánicas. Ahora, tiene además todo el merchadising de sus grafitis (remeras, gorras) hasta su propio bar donde reposan los turistas, entre estación y estación, para tomarse una cerveza o un café ¿Y para qué fueron pensadas las escaleras: desde un principio era para un fin turístico? No, eran para nosotros, para compensarnos por todo lo que habíamos perdido, para que nos sea más fácil subir, perdona que le hable así, pero es mi pertenencia, ahora hay proyectos de arte para los jóvenes. Entendí entonces que los grafitis vinieron después, que fueron la respuesta creativa a la ocupación de la guerrilla y a la masacre de la Operación Orión, el arte que revitalizó el camino empinado de la muerte que habitaba en la Comuna, la pendiente que sacó de la estigmatización a los jóvenes y los arrojó hacia arriba, hacia un nuevo y renovado protagonismo. Un poco porque intervino el Estado para “compensarlos” pero sobre todo porque, creo, ellos supieron aprovechar la ocasión para reposicionarse. ¿Y los negocios que hay acá a quiénes pertenecen? ¿Es gente que viene de fuera de la Comuna? No, nuestra idea es que sean negocios de la comuna, no de gente de afuera, nos esforzamos por poner lindas las casas, por hacer más grafitis, por eso con cada cosa que puedan comprar ayuda a la gente de la Comuna. Claro, por eso Chota tiene su propia tienda y su bar, entre las laderas de la colorida barriada, los grafitis, los cableados, las ropas colgando y los turistas paseando.

Seguimos camino, compro el libro, nos sacamos fotos en el mirador. La imagen: la misma que te sorprende en pequeña escala cuando entramos a Salta en colectivo, una vasija hecha de casas; o en gran escala cuando bajás del Alto a La Paz y sucumbís ante la hirviente olla urbana. Aquí, en Medellín, la vasija ajada por la violencia y el duelo se coloreó para seguir viviendo. 


Betina Campuzano, Medellín, 2018 


© Betina Campuzano





sábado, 6 de junio de 2020

Guillermo Siles: Estampas de Montevideo


Compartimos estas estampas de la ciudad de Montevideo, Uruguay. Se trata de un recorrido por sus calles y playas de la mano del escritor Guillermo Siles. Recorrer una ciudad es trazar una cartografía interior y esta crónica es una muestra de ello.  


Estampas de Montevideo


Quería pasar unas vacaciones en un balneario pequeño de la costa uruguaya, disponía de unos pocos días y deseaba volver, después de 20 años, a estar en La Paloma y Punta del diablo, lugares que recordaba vagamente. Más tarde advertí que un viaje así tendría que hacerse en auto, en compañía de alguien. Además, para quien decide viajar solo, la mejor opción es ir a una ciudad en la medida en que ofrece más opciones para recorrerla y disfrutar. Es así que llegué a Montevideo. Me alojé en el centro, cerca del Palacio de Justicia. El primer paseo fue tomar la avenida 18 de Julio hasta plaza El Entrevero buscando un lugar para almorzar. Lo hice en una conocida cadena de restaurantes. Después del almuerzo visité la librería La Purpúrea, en la misma plaza; allí conocí a un librero -Guillermo- que me recomendó poesía uruguaya. En la corta charla intuí que estaba bien informado y conocía a los autores. Me comentó que era psicoanalista y enseguida mostró su perfil de buen lector. Cuando supo que tenía interés en poetas uruguayos, que no fuesen los consagrados Benedetti, di Giorgio, Vitale o Vilariño, me dijo: -"Ah! Usted busca poetas no canónicos". En ese instante pensé: este tipo sabe. Y nos pusimos a conversar. Me quedé un rato viendo una pila de libros de poetas jóvenes que seleccionó, entre ellos, también una antología de Amanda Berenguer que decidí comprar junto a otras recomendaciones.

Al ver que la bolsa iba a incomodarme, ya que pensaba continuar la caminata por la zona vieja, dejé los libros para retirarlos a la vuelta. Desde allí retomé 18 de Julio y me dirigí a la plaza principal, doblé por peatonal Sarandí hasta la tradicional librería Puro verso, donde vi cosas bien interesantes de música y de libros. Pedí un café en el primer piso cuyo leve sabor fue mi primera decepción montevideana. En cualquier café de Tucumán o Buenos Ares sirven un expreso mejor. Más tarde continué por Sarandí y bajé hacia la costa. Por azar retomé el camino hacia la plaza principal hasta visualizar la calle del teatro Solís. Subiendo por Mitre vi una estupenda parrilla y al lado unas cervecerías con aire más europeo y un alegre colorido que embellece la zona. Luego de esta experiencia quise explorar las playitas. Una cada día. Comencé por Pocitos una mañana muy soleada. Mi interés, a esta altura de la vida y de los viajes, se reduce a recorrer, mirar, sentarme en algún sito más que estar en una playa o meterme al agua. Antes de salir de Buenos Aires había conseguido un ejemplar de El centro de la tierra, de Jorge Monteleone. A  la sombra de una palmera, en la acera de la costa, leí algunos fragmentos; recordé con emoción mi infancia y la significativa presencia de mis abuelos; la quintita y el sembradío del abuelo Stephan; el cuartito de las herramientas, su azada y el machete para "desyerbar". La casa de Morón descrita en el libro, imaginé, bien pudiera ser la de mis abuelos en Monteros, al sur de Tucumán. Un pueblo de obreros, como tantos otros, nacido alrededor del ingenio Ñuñorco. A partir de las descripciones de Monteleone rememoré la calle, el terreno y la casita de madera construida por mi abuelo en una calle de tierra surcada por una zanja hacia uno de los costados. Cuesta arriba se perdía la callecita entre los sembradíos y empezaba la yunga. Si subías por esos senderos, hacia los cerros, comprobabas que se cortaban por cañaverales. Me reconocí en los relatos de El centro de la tierra, me gustaron más sus gestos y procedimientos en los que la imaginación se expande gracias a la invención y todo está atravesado por un sorprendente caudal de lecturas. Para concluir el libro crucé la rambla para tomar un Fredoccino con tarta de ricota y pasas de uva en Oro del Rhin, un café alemán fundado en 1927.

El tercer día quise arrancar temprano para llegar a Malvín. Es con acento, me corrigió al preguntarle  un chico hermoso que conocí el día anterior en el bus. Malvín tiene un diminuto islote enfrente. Es apenas una formación rocosa de vegetación escasa. No me metí al agua aunque fui preparado. No me gustan las aguas del río todavía mal mezcladas con las del mar a esta altura del estuario. Llegué tarde porque en el hotel no me indicaron bien. El recepcionista quería que fuese directo, pero el bus indicado demora mucho los domingos y hasta a veces no circula, me comentó una chica trans en la parada. La opción fue otra línea que me hizo pasear por la avenida 8 de Octubre y luego el bus entró por unos andurriales de Dios. Eran los barrios del pobrerío con sus monoblocks y su ropa colgada en los balcones, almacenes derruidos, talleres mecánicos con autos viejos y destartalados, abandonados en veredas llenas de yuyos. Mientras contemplaba esa realidad pensé en los barrios pobres de Tucumán: el barrio Oeste, Villa Angelina o Banda del Río Salí. En esos lugares vivían mis parientes: mis tíos y mis primos. También recordé Villa Alem, el popular barrio de mi mamá, adónde íbamos a hacer visitas los domingos.  

Allí estaban los amigos y conocidos, gente hospitalaria que sabía prodigar su generosidad ofreciéndonos la mejor comida o la mejor fruta que tenían en sus casas. Para ellos, mis hermanas y yo éramos especiales. Lo decían cada vez que nos veían y alababan nuestros modos, nuestro aspecto impecable, la belleza de mis hermanas. Tarde he comprendido el por qué de esa conmiseración hacia nosotros. Mientras el bus avanzaba hacia la costa pensé: no fue casualidad hacer este camino, conocer la otra cara de la ciudad, viajar mezclado con la gente del pueblo como algunas otras veces sucedió en ciudades de México, Brasil, Perú o Ecuador. Ellos son como yo, ellos son los míos. La infancia, el pobrerío es mi música de fondo, el ritornelo de un aria triste que suena y suena sin parar.
 
Cuando ya había ido hacia el fondo del pasado divisé por fin la belleza de la rambla en Malvín. Caminé un rato por la playa. Mientras observaba la gracia del islote y las olitas de minué, dejé que la brisa me acariciara un poco hasta sentir la molestia del sol ardiente. Busqué resguardarme en la sombra para ver mejor. Ni bien había llegado observé en el parador el Café bistró "La Salmuera" e intuí que ahí comería algo rico y caro. A sabiendas de que podía pagar con tarjeta de débito no tenía pensado medirme en el almuerzo. Luego de una hora de sol y caminata comí una ensalada de mollejas que mi amigo Giorgio hubiese disfrutado a pleno. Las mollejas a la plancha traen un apetitoso mix de hojas verdes, cebolla morada, tomates cherry, durazno, croutons, semillas de sésamo negro y blanco, con aliño de soja y miel. Es una delicia que sabe a poco. Para acompañarla elegí una copa de Tanat. Pedí un hielo para refrescar apenas el vino y sacárselo una vez que el cubito haya cumplido su función. Continué escribiendo un rato más para hacer un alto antes del postre. Tenía pensado ir al teatro Circular, frente al Palacio de Justicia. Había dos obras que me interesaban, una puesta de Calígula, de Albert Camus y un premiado unipersonal sobre Oscar Wilde que finalmente elegí.

Cuando terminé de escribir, pedí un crumble de manzanas con helado de crema, mientras pensaba en la canción mexicana “Tierra de luz”: tierra de mi pensamiento/ conmigo vas, conmigo vas. 

  
Guillermo Siles, Montevideo, 2019


©Juan Páez. Las alas. (Montevideo, 2018)