martes, 9 de junio de 2020

Betina Campuzano: Subir las escaleras de la Comuna 13: de la guerra al arte


En la lectura de esta hermosa crónica vislumbro una analogía entre subir las escaleras y leer un texto: con cada paso vamos construyendo su significación a la vez que comprendemos la fuerza detrás de sus murales. Pasaporte en mano. Esta vez nos vamos de viaje con Betina Campuzano a la ciudad de Medellín, Colombia.


Subir las escaleras de la Comuna 13: de la guerra al arte   


¿Por qué Colombia votó por el NO en el plebiscito sobre el acuerdo de Paz con la guerrilla?, le pregunto al conductor del Uber que nos lleva en Bogotá hasta la Terminal de Salitre para viajar, por fin, a Medellín, la ciudad que siempre es primavera. Es la pregunta que todos los extranjeros les hacemos, nos dice que ellos quieren “reparación”, que quieren que la guerrilla pague sus crímenes. Lo dice, intuyo, con la convicción de quien ha votado a Iván Duque, lo dice justo el día en que gana las elecciones presidenciales por una cómoda mayoría que indica continuidad en la línea liberal de Uribe. Lo dice, advierto, exaltando justamente la figura de Álvaro Uribe, a quien le atribuye haber expulsado a la guerrilla de las ciudades.

A Duque no le creo, nos dice luego el encargado del hotel en la Comuna 14 “El Poblado”, quien tiene la buena disposición de dejarnos ingresar antes del horario del check-in cuando llegamos agotadas después de nueve horas de viaje por tierra. Intento sacar más data, preguntarle sobre los lineamientos políticos, sobre la mayoría en el voto, pero él prefiere callar y en ese silencio despliega argumentos y prudencia, al tiempo que nos ofrece un tinto. Sin azúcar para mí, le digo. En cambio, nos habla de las excursiones: un tours por la ciudad si queremos salir en un par de horas o para el día siguiente un recorrido hasta la Piedra del Peñol y Guatapé, el pueblo de los mosaicos que sobrevivió a las inundaciones durante la modernización. Con el sí a punto de aceptar, retrocedemos: mejor desayunar y caminar un poco la ciudad, conocerla siguiendo nuestros pasos y nuestros extravíos. Saca entonces el encargado un mapa enorme tan encantadoramente analógico el papel con tanto Google Maps y justo con Roaming disponible en América por el mundial— y marca con lapicera todos los recorridos posibles desde el metro. Desde Bogotá, ya sabíamos que en Medellín podríamos manejarnos con el metro y también con el metro cable. Sabíamos desde entonces también, por unas parejas que estaban hospedadas en el mismo hostal de La Candelaria, que no podíamos perdernos las escaleras de los grafitis, que era mejor pagar ese tours porque era una zona peligrosa. 

Pero la idea era caminar la ciudad y perdernos en sus transportes urbanos, así que no dudamos en combinar el metro bajándonos en la Estación San Javier y tomar el colectivo, tal como nos indicó un policía, para llegar a las escaleras de la Comuna 13. Tienen que bajarse cuando termine el recorrido, nos dijo una chica que se bajó unas cuadras antes, mientras seguíamos el trayecto con el GPS del celular. El clima bogotano lluvioso y templado se transformó en un sol a pleno que te rajaba la cabeza mientras veías las calles empinadas atravesadas por miles de cables y los primeros grafitis estampados en las paredes. Sin contratar ningún tours, ni siquiera habiendo googleado el destino, empezamos a caminar mientras nos cruzábamos con un turismo europeo encandilado por las tomas de fotografías. Menos mal parecemos colombianas así no nos ofrecen nada; en realidad, parecemos lo que somos: latinoamericanas. Nos miramos con Maru, mi amiga desde el secundario que devino en compañera de viaje, y frente a un tobogán y a unos murales, nos sentimos defraudadas. ¿Es sólo esto? ¿Hay más? Sí, hay más, no crean que es tan fácil, nos dicen socarronamente dos extranjeras en un español destartalado, indicándonos con un gesto el camino.

© Betina Campuzano






































Y así fue: subimos con el sol partiéndonos la cabeza mientras los grafitis iban sorprendiéndonos por sus cantidades, por la variedad de sus tamaños y por las ubicaciones más insólitas. En la Comuna 13, una de las dieciséis comunas que conforman Medellín, entre pasillos estrechos y empinados, que recuerdan tanto las favelas brasileñas o a las villas miseria argentinas como la estructura de casas construidas en las laderas paceñas, entre plantas colgantes que embellecen más todavía los hogares coloridos y ropas tendidas por todas partes, entre esa enmarañada estructura se alzaban los seis niveles de las famosas escaleras eléctricas que nos acercaban más bien a la idea que tenemos de un shopping o de un aeropuerto. Una perfecta antítesis urbana en las laderas medellinenses que retrata la huella de una modernidad deslucida en Colombia. Es también testimonio de las huellas de una guerra reciente incomprensible.   

Así, mientras camino, veo cómo se suceden en los murales el rostro ajado de una mujer indígena, luego un oso panda y más allá, unos elefantes. Más arriba, otro rostro, ahora el afrocolombiano de una mujer vestida como en tiempos de la colonia. Y más arriba aún, después del mirador, la estampa de un afrodescendiente con un estéreo, bien propio de la cultura pop de los 80, mientras veo a un grupo de niños, también afros, que juegan y nos ofrecen bailar. Escucho a los guías atribuirle un significado a cada estampa, pero ya sabemos que los sentidos pueden ser tantos como las lecturas de los espectadores. Entre piso y piso, encontramos a una de las chicas que evidentemente trabaja en las escaleras —no entiendo bien su función, pero son varias jóvenes a las que distingo por el uniforme marrón glacé, que llevan puesto, con una inscripción que no llego a leer—. Maru se escabulle entre las casas empinadas donde venden artesanías y todas las chucherías que amamos comprar, está decidida a conseguir un típico sombrero vueltiao, mientras yo trato de conversar con la chica del uniforme que, tomando impulso, se levanta de un improvisado banco de cemento que no es otra cosa que el mismo barandal.

¿Acá hubo una matanza, no?, le pregunto. Intuyo que me responderá esquiva, quizá hastiada de este tipo de preguntas o del sol que nos muele al mediodía. Pero no, me equivoco y se despacha con la historia de la Comuna 13 y también, con la suya y la de su familia, porque —y aquí empiezo a entender de qué se trata esto— junto con las escaleras eléctricas, la reconstrucción de la comuna y de su memoria reciente, vinieron las oportunidades de trabajo para los jóvenes y los ya no tan jóvenes que residen en la comunidad y que, además de balas y miserias, han sido heridos por la estigmatización. Recuerdo como un golpe, entonces, las advertencias que nos hicieron en Bogotá.

Sí, aquí pasó la Operación Orión, me dice, y con ella Uribe sacó a la guerrilla de la comuna. Estamos hablando de dos días tormentosos, el 16 y el 17 de octubre de 2002, desenlace de un proceso que se inició en los 70 con las migraciones intraurbanas en Antioquia. Una vez más, percibo cómo se exalta la figura expresidencial. No sé si son mis oídos que quieren escuchar otra cosa o si es lo que se desprende de la descripción misma, pero ese elogio inicial empieza a desdibujarse después en el relato: primero, vinieron los de la ELN (Ejército de Liberación Nacional) y con ellos pensamos que estábamos mejor porque nos ayudaban con la delincuencia, pero después llegó la FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas) y ya no podíamos andar en las calles. Teníamos que salir a trabajar pero era peligroso, se adueñaban de nuestras casas, no podíamos comprar un auto que nos lo quitaban. En la casa de mi mamá quisieron entrar pero yo no los dejé. Pero si esta casa no es suya, me decían, pero mi mamá es una mujer grande, ustedes no van a entrar aquí, les decía. Y no entraron. No los dejé.

Supe después, cuando compré en la misma comuna el libro con testimonios recogidos por el Intendente de la Policía Comunitaria, Comuna 13. El drama del conflicto armado, y también por otro libro que conseguí luego en los usados en Bogotá, un Informe del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, que los habitantes del barrio San Javier quedaron atrapados en un cruce de fuegos. Es decir, fueron rehenes —literalmente— tanto de diversos grupos de las guerrillas que se disputaban el control de un territorio valioso porque era un punto clave para la comercialización, como también fueron rehenes de las fuerzas paramilitares, las Fuerzas Militares y la Policía Nacional. El resultado de este enfrentamiento —que, a diferencia de otras regiones del continente donde la zona rural es la más afectada, se desarrolló en el espacio urbano— fue un número menor de muertos civiles declarados; cientos de desaparecidos y ejecutados extrajudicialmente, cuyos cuerpos —se cree— se hallan en la Escombrera, una fosa común que espera ser destapada; además de los cientos de desplazados o migrantes que tuvieron que dejar forzosamente sus casas en la comuna para sobrevivir. Y a ello se suman los secuestros exprés, el Estado de Excepción declarado por Uribe, la estigmatización de los jóvenes.   

© Betina Campuzano

¿Y cuándo aparecieron los grafitis?, vuelvo a preguntarle. Ella, ya de pie, me acompaña hasta el siguiente piso mientras me muestra los grafitis de Chota y va dándole un significado a cada figura. Chota es uno, quizá el más representativo de los artistas urbanos que viven en la comuna, y que ya no quieren pertenecer a las bandas, sino transformar el rostro de su barriada, uno como tantos de los chicos que empezaron haciendo lo que nosotros llamamos “changuitas” en Argentina y terminaron ocupados en proyectos artísticos. Tanto él como la comuna fueron descubriéndolo como artista después de que pusieran en funcionamiento las escaleras mecánicas. Ahora, tiene además todo el merchadising de sus grafitis (remeras, gorras) hasta su propio bar donde reposan los turistas, entre estación y estación, para tomarse una cerveza o un café ¿Y para qué fueron pensadas las escaleras: desde un principio era para un fin turístico? No, eran para nosotros, para compensarnos por todo lo que habíamos perdido, para que nos sea más fácil subir, perdona que le hable así, pero es mi pertenencia, ahora hay proyectos de arte para los jóvenes. Entendí entonces que los grafitis vinieron después, que fueron la respuesta creativa a la ocupación de la guerrilla y a la masacre de la Operación Orión, el arte que revitalizó el camino empinado de la muerte que habitaba en la Comuna, la pendiente que sacó de la estigmatización a los jóvenes y los arrojó hacia arriba, hacia un nuevo y renovado protagonismo. Un poco porque intervino el Estado para “compensarlos” pero sobre todo porque, creo, ellos supieron aprovechar la ocasión para reposicionarse. ¿Y los negocios que hay acá a quiénes pertenecen? ¿Es gente que viene de fuera de la Comuna? No, nuestra idea es que sean negocios de la comuna, no de gente de afuera, nos esforzamos por poner lindas las casas, por hacer más grafitis, por eso con cada cosa que puedan comprar ayuda a la gente de la Comuna. Claro, por eso Chota tiene su propia tienda y su bar, entre las laderas de la colorida barriada, los grafitis, los cableados, las ropas colgando y los turistas paseando.

Seguimos camino, compro el libro, nos sacamos fotos en el mirador. La imagen: la misma que te sorprende en pequeña escala cuando entramos a Salta en colectivo, una vasija hecha de casas; o en gran escala cuando bajás del Alto a La Paz y sucumbís ante la hirviente olla urbana. Aquí, en Medellín, la vasija ajada por la violencia y el duelo se coloreó para seguir viviendo. 


Betina Campuzano, Medellín, 2018 


© Betina Campuzano





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