viernes, 26 de junio de 2020

Valentina Vidal: Un paseo sanitario


¡Bienvenidxs a todxs! En tiempos de cuarentena, las ciudades fagocitan su propia violencia. Hoy nos vamos a Buenos Aires de la mano de Valentina Vidal.  


Un paseo sanitario


 Soy porteña, pero de las de clase media baja, de las eternas inquilinas, de las que laburaron desde los 16, primero como niñera, después como repositora de supermercado, atendiendo un kiosco, cadeta de una mecánica dental en el microcentro y así, de laburo de mierda en laburo de mierda, cobrando nada, trabajando mucho. Sin título universitario, en esos años sabías que, si te calzabas una pollera un poco más corta y te pintabas los labios, en una de esas conseguías de recepcionista. Una vez marqué un aviso por el sueldo, pero caí en un puterío oscuro de calle Lavalle y salí corriendo con mis ingenuos 18 años lo más rápido que pude. Seguí cadeteando, ya hacía un par de años que mi papá, después de varios desalojos, había conseguido que nos adjudicaran en la comisión municipal de la vivienda un departamento en los monoblocks de Flores Sur, donde vivíamos con mis viejos y mis dos hermanas chiquitas. El día que nos mudamos acuchillaron a alguien del que solo vimos las pisadas llenas de sangre. No eran días de paco, pero el barrio siempre fue picante. Mientras estudiaba en el conservatorio de música seguí buscando laburo hasta que me tomaron en una oficina del microcentro para atender los teléfonos. También empecé a militar en un partido Trotskista, el mas de Luisito Zamora, dejé el conservatorio y con mi primer sueldo me mudé a un conventillo de San Telmo, donde varias parejas compañeras de militancia ya vivían y tenían una pieza libre. 

Qué puedo decir, ese lugar era un quilombo, pero me quería ir de los monoblocks porque la mayoría de las veces te chupan para siempre. Resultó que la oficina en la que laburaba la manejaba el número dos de la Side y si bien yo no era nadie, una compañera de oficina le contó donde militaba. El tipo vino a mi escritorio y me tomó para la chacota un rato largo, yo era una pibita, una perejila, pero las piernas me temblaban y unos días después renuncié para conseguir trabajo en una clínica donde aprendí un montón de laburos y fui mejorando de puesto gracias a quedarme doce horas por día y soportar todo tipo de invasiones personales. Después de mucho tiempo, el gerente reventó la empresa y nos dejó en la calle. Fue lo mejor que me pudo pasar: empecé a escribir mientras subía mis CV a todas partes, ya con mucha experiencia administrativa encima. No pasó demasiado hasta que volví a laburar en lugares donde me trataron y me tratan bien. Ahora sigo alquilando, en un barrio más coqueto, con dos ambientes y un balconcito hermoso, pero dependo de mi sueldo mes a mes y doy talleres de escritura porque me gusta y porque necesito sumar para pagar los servicios, las expensas, etc,en fin, lo de todos. Con esto quiero decir que soy porteña, pero que serlo no siempre es sinónimo de esa espantosa energía de mis violentos e indignados conciudadanos, que salen sin barbijo, que no respetan la distancia y que cacerolean porque sí. 

Ayer, salí a caminar, en un horario tranquilo y con poca gente, por suerte con Pablo, porque me tienen que convencer entre varias personas para que lo haga, digo por suerte, porque un tipo que venía en bicicleta a mil, me la tiró encima y me gritó ¡CORRETE! De una manera muy violenta. Quien conoce el parque Saavedra en la parte de García del Río, sabe que la zona que hay para transitar alcanza para dos y cuando personas y bicicletas se cruzan, hay un cordial intercambio de espacios para que pasemos todos y podamos disfrutar del paseo. Pablo llegó a putearlo un poco mientras al hombre no le daban las piernas para pedalear. Le pregunté si ahora entendía las razones por las que no quiero salir, la gente está más agresiva que de costumbre y no es la primera vez que pasa: el otro día un vecino paró el ascensor y me dijo de todo porque estaba recibiendo al envío del supermercado con la puerta abierta. Pablo me miró, me abrazó y me insistió en seguir caminando un poco, aunque yo sabía que él estaba explotado de calentura, y yo con mis taquicardias, dije que bueno, que sigamos, y cambiamos de tema con la garganta interrumpiendo con ese vibrato peculiar que deja expuestas las broncas, hasta que le dije que ya estaba bien, que quería estar en casa y pegamos la vuelta. Deben haber sido unos 50 metros los que hicimos cuando lo volvimos a cruzar al señor horrible y escuchamos que un policía hablaba por su radio de que había denunciado un incidente menor y que ya había pasado. Así que al violento no sólo le pareció que estuvo bien, sino que nos quiso denunciar. 

No pasó nada más ni con la poli ni con el idiota, y nos volvimos a casa a seguir viendo Lost, pero hoy me desperté pensando en eso de ser porteña, de lo mucho que quiero a esta ciudad, contra lo agresivos que son algunos de mis conciudadanos que, en medio de una emergencia sanitaria, se vuelven más violentos, más egoístas, y más mezquinos que de costumbre. Y me pregunto, porqué será tan difícil lograr convivir con amor y empatía, o al menos con respeto hacia el otro, en esta preciosa, turbulenta y castigada ciudad.   


Valentina Vida, Buenos Aires, 2020


©Juan Páez. La ciudá desde arriba (Bs.As. 2019)



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