sábado, 30 de mayo de 2020

Federico Belloni: Tres Cruces


En 2004, Federcio Belloni viajó al Norte argentino y visitó la localidad de Tres Cruces en la puna jujeña. Compartimos su relato "Tres Cruces" donde evoca aquellos días.   


Tres Cruces


Cuando el micro llega a Tres Cruces es de noche. Aunque es febrero en Jujuy, hace mucho frío. No sabemos dónde vamos a dormir y el panorama no parece muy alentador. Tal vez en un ciclo que se renueva perpetuamente, hay que esperar hasta la mañana para que el pueblo renazca. A cien metros de la ruta, desde el interior del puesto de gendarmería, desborda esa luz anémica y parpadeante de los tubos fluorescentes. Frente al puesto está la iglesia. En el noroeste argentino cada pueblo tiene su iglesia. O también podría decirse: cada iglesia tiene su pueblo.

Los gendarmes nos indican un lugar. Un hotel viejo, dicen. Visten unos uniformes verdes de tela gruesa, que hace difícil reconocer si tienen un cuerpo robusto o son miniaturas envueltas en un traje poderoso. Cuando llegamos, sólo podemos diferenciar el hotel del resto de las casas por un letrero con el nombre. Golpeamos la puerta. No contestan. Mi amigo está inquieto, como si creyera que los golpes en la madera pueden despertar a todo el pueblo. Insistimos, pero no se enciende ninguna luz.

Seguimos caminando hasta que desembocamos en la plaza. Desde ahí, una luz más tenue que la de gendarmería, amarillenta, interrumpe la noche. De alguna manera se puede intuir que se trata de una bombita de escaso voltaje unida a un cable, que cuelga del techo. Nos acercamos. Es una dependencia de la policía federal. En la entrada dice “destacamento”. Hay un tipo escribiendo a máquina y tiene un bigote que parece de cerdas de acero. Mira con recelo. Quizás esté tratando de descifrar a qué variante hippie pertenecemos. Dentro de mi mochila escondemos drogas sofisticadas; lo único que pensamos consumir en cuanto encontremos dónde pasar la noche. Se trata de una botella de gaseosa y dos paquetes chicos de galletitas. Aun con algo de desconfianza, acepta nuestro mote de estudiantes. Lo cierto es que tampoco conoce ningún lugar para dormir. Propone la plaza. ¿Será amabilidad o querrá tenernos bien cerca? Aunque en Tres Cruces no parece haber nada fuera de control.

Amanece escarchado alrededor de la carpa. Hace varios días que el cierre está roto y algunas varillas están quebradas. Pero el frío no contempla esas imperfecciones. La noche fue puro forcejeo con el aire helado. Cuando me despierto veo a mi amigo junto a un árbol y una columna de vapor que asciende a la altura de sus rodillas. Está meando. Me pregunto qué pasaría si un grupo de extranjeros hiciera lo mismo en una plaza de la Capital Federal. Pero no es lo mismo. Tal vez lo único que tengan en común las plazas de acá y las de allá sean los juegos. Y los extranjeros.

En el lugar en el que desayunamos la estética es inocente. Si la cuestión es sentirse como en casa, nada más efectivo que te sirvan como en casa. Los platos y las tasas grandes, el cuchillo tramontina, el frasco de café instantáneo sobre la mesa, pan y mermelada. La señora que nos atiende nos permite guardar las mochilas y la carpa detrás del mostrador; y, por eso, ahora podemos caminar livianos por las vías del tren sin tren. Hay muchos huesos de perro entre las vigas de hierro. Acá dos vértebras, más allá un cráneo y algunos otros huesos esparcidos. A nuestra izquierda está el Espinazo del Diablo, una formación montañosa de colores rojos, amarillos y verdes, que parece la columna vertebral de un gigante tendido. Es en este lugar donde mi amigo empieza a tener los desmayos. Fogonazos repentinos que lo echan al suelo por unos pocos segundos. Pero el cartel de la estación sigue insistiendo; estamos en Tres Cruces.

“Decí que van de parte de Zurita” le dijo, en Buenos Aires, un tal Zurita a mi amigo. Él estaba entusiasmado. Al parecer dentro de la mina El Aguilar, a unos kilómetros del pueblo, había una ciudad secreta. Con farmacia y todo, según le aseguró Zurita. Y teníamos un permiso para entrar. Hablé con un hombre -le explica mi amigo al gendarme - que se llamaba Zurita y me dijo que dijera que venía de parte de él. Pero no es tan sencillo. El acceso está restringido y sólo puede ir personal autorizado. De modo que no queda mucho por hacer en Tres Cruces. Sólo seguir caminando, comprarle unas empanadas a la señora de la canasta y esperar unas horas a que llegue el micro que va hasta Abra Pampa.

Mientras mi amigo carga unas cosas en el micro que está detenido en la ruta, otro micro sale para la mina. Un gendarme nos pregunta qué habíamos ido a hacer ahí. Le respondo que habíamos ido a conocer. “¿Y no van a ir a la mina?”, consulta. “Nos dijeron que no se podía”, contesto. “¿Y quién les dijo que no se podía?”, dice, riéndose un poco. Mi amigo y yo nos miramos. El chofer nos toca bocina y subimos al micro.


Federico Belloni, Tres Cruces, 2004


©Federcio Belloni





domingo, 24 de mayo de 2020

Cinthia Hamlin: Nieve y arena


En su viaje a Nueva York, Cinthia Hamlin escribió este precioso poema en serie publicado en su libro Lepidolita (Ed. Tren Instantáneo, 2020).


Nieve y arena 
  
      I

Valija abierta
La voy llenando pero en realidad
quiero vaciarla:
viajamos solos
viajemos livianos
Le tengo miedo al frío
y meto pulóveres guantes medias térmicas
Febrero en Nueva York
el frío
ataca
la punta de los dedos
                          va subiendo
choca la piel, la resquebraja, vence
la resistencia del cuerpo
y ahí congela la sangre
los órganos
Quería viajar liviana
           pero sigo llenando la valija
rebalsa
necesito lugar más lugar                   
me pongo a sacar lo que probablemente
no use
Entonces me saco el corazón
lo miro
                                       y lo aparto a un costado
¿será mejor dejarlo acá
y resguardarlo del frío?

            II

Al final me lo llevé:
recordé las caídas
la aridez
el derrumbe
y cómo siguió latiendo
fuerte
Debe ser una araucaria mi corazón
aprendió a crecer y crecer
             entre lo inhóspito

         III

Cuando nieva en Nueva York
mengua el frío
y los copos alivian
la piel seca
Querés salir, poner la mano
        bajo la nieve
                      que cae
 No como la lluvia
                               cae
                  suspendida
               resistiéndose    
Como una flor que se desprende
             se deja mecer
y dibuja coreografías en el aire
                            la nieve
           mientras cae
disfruta

       IV

Volvimos del frío
y fuimos directo a la playa
En dos días pasamos
de trastabillar en puntitas
               sobre la nieve
a correr
             de la mano
por la arena hirviendo
No hay dudas
                           subsistimos mejor
en los extremos

 Cinthia Hamlin, Nueva York, 2018.


© Cinthia Hamlin




domingo, 3 de mayo de 2020

Elena Bossi: Sevilla a pie


SEVILLA A PIE


Compartimos algunos apuntes que Elena Bossi tomó durante su viaje a Sevilla, España. Eran notas sin corregir solo para amigues.  


Llegué a Sevilla ayer, pasadas las dos de la tarde.

El hotel, precioso y confortable. Ahora mismo estoy tomando cafecito en un patio adorable, descansando del día.

Lo primero que hice fue tirar todo al demonio y salir corriendo a ver la catedral y la Giralda (pensé que era bueno viajar cuando las piernas están fuertes porque vi algunas personas que se detuvieron en la mitad de los 34 pisos de la Giralda y tiraron la toalla: no solo ancianos). Por la noche, un baño de inmersión relajante y de ahí a una placita con mesas para un pastel de berenjenas con una copita de vino. Me dormí antes de las doce después de leer unas páginas de una novela de Ian McEwan que compré en un quiosco sobre Rivadavia antes de partir.

Dormí de maravillas, me desperté hoy a las ocho y después de una ducha fui derecho hacia el museo de Bellas Artes mientras comía unas manzanas para el desayuno. Lo mejor del museo es una gran sala con enormes pinturas de Murillo. Se ve la diferencia con los demás autores de pinturas religiosas. Las expresiones de sus personajes son humanas, sufren o se conmueven, sonríen… quiero decir que son personajes que tienen sentimientos y pasiones reales y uno puede imaginarse lo que están viviendo.

Desde el museo caminé hacia el Alcázar por un camino que bordea el Guadalquivir, así vi la Plaza de Toros y la Torre del Oro; pero especialmente, me gustó la caminata por el Paseo de Cristóbal Colón junto al río. Una mañana preciosa. Entré a visitar el Alcázar y recordé Estambul, me sentí otra vez en el Imperio Otomano. Una maravilla esos jardines y las habitaciones, el sonido del agua (como ahora, aquí mientras escribo en el hotel, en este patio con una fuente. El silencio y el agua mientras anochece).

Cuando salí del Alcázar, después de beber toda bebida que se cruzaba por mi vista, desde agua a jugo de tomate porque estaba sedienta, comí una ensalada y caminé hasta la Plaza España que recorrí despacio. Desde allí, crucé el parque y llegué al museo arqueológico. Entré a visitarlo. Imperdibles los mosaicos romanos y la planta alta con el tesoro del Carambolo. Le dejé mis respetos a Astarté y Baal.

Me impresionó una estatua con media cara, hasta la nariz que traté de fotografiar por el efecto extraño que producía. Blanco sobre blanco.

A la salida del museo quise tomar un taxi para regresar al hotel, pero me despisté. Pasó un señor en bicicleta que me vio cara de perdida y me ofreció ayuda. Así conocí a Manuel, que como era un desocupado, tenía todo el tiempo del mundo y me acompañó caminando de vuelta hacia las calles cercanas a mi hotel.

Manuel me fue llevando de vuelta por los sitios que él conocía y tuve un guía experto y sensible que me llevó por pasadizos donde había concertistas de guitarra, calles secretas y callejones típicos. Cuando quise agradecerle sus atenciones convidándole un café, no aceptó y me invitó él a tomar un refresco. Bebí un “mosto sin alcohol” y nos trenzamos a charlar en la barra con el mozo que tenía un humor fino y hacía rato se le veían las ganas de participar en los temas. Resultó una charla deliciosa.

Me despedí de Manuel deseando que encontrara trabajo. Ojalá. Pasé por una dulcería con galletas exóticas y quise probarlas (ahí tiré por la borda todos los cuidados dietéticos del día). Riquísimas, pero creo que cada una equivalía a una cena completa con vino y postre. Regresé al hotel y tomando un cafecito escribo estas líneas para no olvidarme de nada.


Elena Bossi, Sevilla, 2012


© Elena Bossi.

sábado, 2 de mayo de 2020

Mi paso por el mundo de la moda


Mezclar prendas con palabras


Escribí este texto en el marco del curso "El cuerpo es el mensaje" que brindó Victoria Lescano durante el mes de abril - 2020. Agradezco sus lecturas y generosidad. 


Cuando era chico realizaba patín carrera y una de mis compañeras sabía desfilar en los eventos de moda que se realizaban en Jujuy. Una vez me presenté a un casting porque buscaban chicos de mi edad. En aquel entonces tenía 17 o 18 años. En mi breve incursión por el mundo de la moda, desfilé con modelos como Daniela Cardone, Dolores Trull, Dionisio Heiderscheid, Dolores Moreno, Catalina Rautenberg y Natalia Graciano. Sí. Eran los primeros años del 2000 y estaba en boga un fenómeno al que me gusta llamar la “Era Runway”.

En otras palabras, en mi caso, la moda vino de la mano del cuerpo. En ese ambiente y por aquellos años, conocí a Elías, un fotógrafo con el que mantuve un affaire. Fue él quien me enseñó a posar, esto es, a sostener el cuerpo frente a la mirada ajena. Luego ingresé a la carrera de Letras y terminé por alejarme de ese mundo.

Con el tiempo, la experiencia se trasformó en aprendizaje porque la memoria del cuerpo, sin dudas, hizo lo suyo. Y me solté el cabello para salir a desfilar por las pasarelas de la vida: aprendí a aceptar los cambios como quien se quita de prisa la ropa entre una pasada y otra, también a dosificar el aire y, por supuesto, aprendí a mezclar prendas con palabras.

Para mí, la moda es algo cíclico: termina a la vez que empieza. Y ese ciclo, visto desde adentro o desde abajo, me recuerda mucho a los procesos que vivo cuando trabajo en un libro. Siento que se termina cuando, en realidad, recién estoy empezando. Tal como sucede en las pruebas de vestuario, soy de los que prefiere que los escritos muestren ese backstage, esa cocina de la escritura. Me entusiasma aquello que realmente es diferente y distinto, como me sucedía, por ejemplo, con las prendas Kosiuko de los años ´90: camisetas con dragones, jeans gastados o coloridas camperas, entre otras prendas que hacían de la calle un escenario multicolor. Después la marca perdió ese registro y dejé de consumirla. Eso mismo me pasa con los escritores y las escritoras y, claro, con sus escritos.      

De la moda internacional, adoro a Alexander MacQueen. Conocí su nombre y trabajo a través de una charla que mantuve con la escritora María Negroni en el Centro Cultural España de la ciudad de Córdoba. Hace unos días, en la web, encontré una serie de fotografías del diseñador en su estudio. Hay dos que particularmente llamaron mi atención: en una se lo ve en un primer plano, apoyado sobre su escritorio, y en la pared se observa un muestrario de sus diseños; en la segunda, se lo puede observar ajustando un vestido. Ambas imágenes me hicieron pensar en el proceso que implica la confección de un poemario; es decir, la disposición aislada de los textos, que una vez reunidos, se ajustan para que la silueta del libro, la silueta de ese cuerpo hecho con palabras, salga a la vida.


© Estudio Belgrano. Laboratorio (Jujuy, 2003)