miércoles, 29 de abril de 2020

Susana Rodríguez: En Puebla de los Ángeles, el don de la amistad


En Puebla de los Ángeles, el don de la amistad
CRÓNICA DE UN VIAJE



Todo pasa/ como si el mundo fuera una gran pena./
Y sin embargo en sueños dos se abrazan

De “El pan de cada día es la pandemia”, soneto
de Guillermo Saavedra



Necesaria introducción

Estamos confinades a causa del coronavirus, los celulares arden y en medio de todos los mensajes de whatsapp me llega el de Juampi Páez, querido amigo, escritor prolífico y audaz, que me sugiere escribir la crónica de un viaje motivado por la intensa amistad que tenemos Tere Andruetto y yo con Luisa Ruiz Moreno, quien nos regaló la estadía en su casa de Puebla de los Ángeles (como me gusta llamar a su ciudad) para que festejemos juntas su cumpleaños. Trataré de registrar mi experiencia para que en esta situación de encierro forzoso podamos con nuestra imaginación viajar, saborear las comidas de uno de los lugares más preciados por la gastronomía mundial, recorrer las calles de un centro histórico que es patrimonio de la humanidad, visitar sitios arqueológicos, oír las voces indígenas, que no silencian su lengua ni abandonan sus costumbres, disfrutadas en una feria maravillosa que tuvimos el privilegio de conocer en Cuetzalan.

Inicio del viaje

Salimos de Salta rumbo a Lima y de ahí a Ciudad de México el dos de febrero de este año viral. En el aeropuerto esperamos a un chofer que Luisa envió para que arribáramos a Puebla sin dificultades. Don Alfonso nos instruyó en el viaje sobre algunas particularidades de su nuevo trabajo luego de ser despedido de la empresa Volkswagen, radicada en Puebla, y Tere lo escuchó más atenta que quien esto escribe, muy soñolienta ya luego de tantas horas de viaje. Saludamos al Popocatépetl y a Iztaccihuatl, los volcanes cuya leyenda sugiero leer; al pie del primero descansa el Valle de Puebla, ciudad fundada el 16 de abril de 1531 y con más de un millón de habitantes.

Febrero en México es invierno a plena luz, seco y con un airecito casi frío por las tardes-noches tempranas, ideal para que a poco de instalarnos nos dedicáramos a calentar nuestra memoria, desenredar recuerdos y programar viajes. La casa de nuestra amiga está en una Colonia tranquila de edificios construidos por los años cincuenta del siglo pasado. Los largos años de exilio reconstruyeron el hogar de Luisa y Raúl como una “Matria” donde fuera posible vivir, estudiar, leer y amar entre el verde, las fuentes, los sabios gatos, los libros y las artesanías de culturas próximas y remotas. Así que nuestro primer día en Puebla registra esa pacífica colonia, la casa de sabores y colores recorrida por les gates Tomasita y Vicentico, sedentaria ella y paseandero él; tal fue ese domingo, sentadas a la mesa de la cocina iluminada por el ventanal que refleja el verde del jardín y arrulladas por la fuente de los agradecimientos del patio interior.

El lunes 3, ya desayunadas, fuimos al mero centro de Puebla, Luisa nos mostró la librería Gandhi, cafés y restaurantes que recuperaron edificios antiguos, el que más me gustó: el Restaurante Café Roma (Avda de la Reforma 536), su antigua cocina, sus corredores, las salas-museo de muebles antiguos, sus ángeles guerreros. Caminar por esas calles es un placer, detenerse en una zapatería donde venden artículos realizados en tela, probarse unas botas bordó que me quedaron de perlas y compré, para después, agotadas, sentarnos en un bar frente al zócalo donde en 2001 estuvimos con Raúl Dorra: Vittorio’s. Allí nos trajeron un caldito de camarones “de gracia” mientras esperábamos un frugal tentempié.

Retornamos pronto a la casa porque esa tardecita se había preparado un agasajo de amigues: María Isabel Filinich, Alba Díaz, Dominique Bertolotti, María Luisa Solís, Andrea Feldman y Gregorio Cervantes, Víctor Ruiz y Brenda, para degustar huazontles capeados, tacos dorados de papa y requesón, rajas de chile poblano tostado y pelado con elote, con epazote y crema, tostadas de maíz fritas, salsa verde (tomate verde, chile chiquito verde, cilantro), salsa roja de jitomate asado sin piel (se muele con chile rojo y ajito). Para acompañar los tacos: lechuga, cebolla cruda, crema y salsitas. Enmoladas con tortilla fresca rellena de pollo y con mole poblano, ajonjolí, cacahuate y caldo de pollo espeso. Tamales jarochos de Veracruz preparados por el restó del hijo de Don Alfonso: en hoja de plátano se envuelve la masa de maíz con salsa y pollo deshebrado y hoja santa. Ay virgencita de los manjares, ¡qué comilona! y lueguito helado y un flan casero hecho por Alba que se deshacía en la boca.

En los días subsiguientes continuaron los recorridos por Puebla con especial pedido a Luisa de que nos instruyera sobre sus dos trabajos de tesis: la capilla (barroco novohispano con exuberante decoración de motivos indígenas, ángeles con penachos de plumas, con atuendos de caballeros águila y rasgos indígenas, frutas y plantas) del templo de Santa María Tonantzintla en San Andrés Cholula y los lienzos (con imágenes de los siete sacramentos y los siete pecados capitales) de la Parroquia de la Santa Cruz en Tlaxcala. A Tlaxcala fuimos el lunes 10 de febrero con Andrea Feldman, más adelante escribo la referencia a ese viaje tan especial. Volver a lugares mágicos, que hoy son diferentes de los que cautivaron a Luisa en los ’80 y ’90 del siglo pasado, con las explicaciones de alguien que se detuvo a pensar y los agregados de una niña que nos dio su saber sobre Tonantzintla, con candor y elegancia verbal, dieron más sol aún a ese día luminoso.

El miércoles 5 fuimos al Centro Cultural de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, que tiene instalaciones para cine, teatro, música, amén de una librería universitaria con atención personalizada. Allí la lectora voraz que es Tere Andruetto nos recomendó libros, entre ellos Stoner, de Williams y La cámara sangrienta, de Ángela Carter. La larga sesión de recorrido por estantes y las consultas culminó en un restó del mismo CC donde almorzamos, tarde, un menú ejecutivo económico con pescado, sopa y postre.

Otro lugar interesante en la ciudad de Puebla es el moderno Museo Internacional del Barroco, realizado en 2016 para estudiantes y turistas, dado que sus dos plantas tienen siete salas de exposiciones y áreas dedicadas a la ciencia, naturaleza y experimentación científica, con carácter interactivo y acentuado tono didáctico. Los poblanos quizás digan que Puebla es barroca y deberían haber utilizado el dinero para restaurar el centro histórico, sin embargo, la belleza de la instalación, diseñada por el arquitecto japonés Toyo Ito, supera cualquier prejuicio y vale la pena recorrerlo.

El jueves 6 dejamos a Luisa trabajar en su Seminario y nos propusimos con Tere recorrer el Museo Amparo y sus salas de arte prehispánico en el centro histórico. Aquí resulta imposible dejar de escribir una anécdota: como buenas argentinas, con premura, inquirimos sobre condiciones y características de la visita, pero nuestra ansiedad se vio ralentizada por la señorita que atendía, quien nos ubicó en el modo y tono mexicanos, los del arte de dar rodeos para solicitar algo, en fin, una cultura tan distante a la nuestra, directa y sin ambages. Compramos una audioguía para transitar las salas que, sin tener la monumentalidad del Museo Antropológico de la ciudad de México, son dignas de atento recorrido.

El viernes 7 otra vez al centro histórico, ahora para disfrutar del Seminario sobre Baruch Spinoza del SeS (Seminario de Estudios de la Significación) en el edificio donde tiene su lugar este grupo de investigación que fundaran María Isabel Filinich, Luisa Ruiz Moreno y Raúl Dorra y que hoy coordina María Luisa Solís Zepeda. El invitado, nada menos que Raymundo Mier Garza, quien desde la Universidad Autónoma Metropolitana de México llegó para proseguir con un Seminario iniciado el mes anterior y a la fecha lamentablemente suspendido por la pandemia. Capítulo aparte consignar lo aprendido ese día; el privilegio de haber participado como invitadas al seminario culminó con el habitual almuerzo de camaradería en un restorán del callejón de los Sapos. Si algún lector va a Le Crapaud recomiendo llevar sus ahorros, porque es bastante caro para nosotres les argentines. El lugar es bellísimo y aunque no almuercen allí, recórranlo, tiene una galería de arte estupenda y su interior está cuidado en cada detalle. Bueno, ese fue el único lujo que nos dimos para agradecer la otra esplendidez: escucharlo a Mier.

En los desayunos de Luisa (con una previa bebida desintoxicante que nuestra anfitriona preparaba: licuado de hoja de nopal, té de jengibre y raíz de cúrcuma, manzana o guayaba, apio, una hoja de espinaca) y luego el mate amargo cebado por Tere, sin aditamentos, pero con un puré de aguacate hecho por Hortencia Tecuatl y galletitas de arroz o integrales, en cada desayuno, digo, planeábamos las salidas y el viaje que haríamos ese fin de semana y los días restantes de la próxima. Así fue que reservó Luisa un hotel en Cuetzalan (lugar de quetzales), porque había que dormir allí y ver la gran feria indígena que se monta los domingos. Recomiendo, luego de nuestra experiencia, viajar por la mañana. Nosotres no pudimos salir temprano por una obligación que tenía Luisa en la ciudad de México. Menos mal que Don Alfon, como lo llamábamos en confianza, era el conductor designado, porque atravesar la sierra en invierno supone exponerse a la niebla que al atardecer cubre totalmente el camino de cornisa. Así que entre contenidos suspiros, para no asustar al conductor, llegamos casi de noche; luego de aplaudir al susodicho por la maestría de su manejo nos instalamos en el hotel La casa de piedra. Cenamos ligero, unos tacos regados con cerveza y nos fuimos a dormir porque nos esperaba la feria.

A las cinco de la mañana Tere estaba aprontándose para que saliéramos porque la música de los indígenas y pobladores bajando de los cerros e instalando sus petates había comenzado a las cuatro. Yo logré contenerla un rato hasta las “y media” porque me parecía que era aún de noche. Pero ganó la tozudez de mi amiga, por suerte, porque luego de pedir que nos abrieran el portón del hotel salimos las dos al trote para descubrir ese mundo de olores, sabores y rumores que nos deslumbró. Bebimos un jugo de naranjas exprimido na hora como dicen los brasileños, en un puesto, mientras mirábamos destazar un chancho carneado horas antes en el matadero del pueblo. Allí compré una olla de barro para cocinar que la buena de Hortencia Tecuatl curó y traje bien envuelta y abrazadita a mí en una bolsa, para remedar a las cocineras poblanas y hacer una tinga de pollo. Al rato buscamos a Luisa y seguimos mirando, preguntando sobre frutos, semillas y demás productos que ofertaban. Hasta escuchamos y grabamos a dos jóvenes que preparaban la carne tipo shawarma y hablaban en náhuatl. Nos medimos blusas y probamos unos chales bellísimos, compramos chauchas de vainilla y café de la zona, cuando ya desfallecíamos fuimos a desayunar al hotel con don Alfonso.

¡Ay, virgencita de los manjares mexicanos! Ay de mí cuando vi la larga mesa con frutas, croasanes, cereales, yogur casero, jugos de naranja y piña, café oloroso y picantón. Luego de esa entradita (el desayuno mexicano es abundantísimo) comimos con Luisa unos huevos rancheros: sobre una tortilla dos huevos fritos, salsa picante, un montoncito de frijoles refritos (y más en una escudilla para agregarle, amén de las tortillas calientes envueltas). En eso estábamos cuando apareció un señor muy mayor con sus jícaras de guaje envueltas en fibras donde se puede conservar fresca el agua. Me fotografié con él y sus labores.

A modo de digerir el desayuno recorrimos el amplio jardín del hotel. Descubrimos el temazcal (temazcalli en náhuatl, “casa donde se suda”) e inquirimos sobre los rituales de purificación. Para encender las piedras en el horno preparado a tal fin debe reunirse un grupo y buscar a una chamana que realice la ceremonia. Con Tere fuimos a desalojar la habitación y Luisa se ocupó de averiguar sobre dónde comprar miel de “meliponas”. Y allá fuimos en su búsqueda. Con paciencia llegamos a “Tosepan Titataniske” una hermosa Cooperativa indígena donde se imparten talleres de cultivo, se crían esas abejitas sin aguijón, se venden productos realizados con su miel, blusas y libros sobre el proyecto comunitario y se alquilan habitaciones a turistas interesados en estas formas de vida campesina. De ahí, con fuerte calor, a Zacapoaxtla (lugar donde se cuenta el zacate o paja), un pueblo serrano en la carretera que sube desde Puebla hasta Cuetzalan.

En el viaje hicimos una parada para recorrer un sitio arqueológico curiosísimo, Cantona, ubicado en el oriente de México, en el estado de Puebla, cerca de la frontera con el estado de Veracruz. Fue una de las ciudades mesoamericanas con mayor grado de urbanización y uno de los centros regionales que controlaba los recursos de la Sierra Madre Oriental. Su peculiaridad: la extracción, artesanía y comercio de la obsidiana. Más de quinientas calles adoquinadas, tres mil patios individuales o residencias, veintipico de juegos de pelota, fueron abandonados tras las invasiones chichimecas en el siglo XI. Casi por completo recorrió el sitio nuestro don Alfonso, un poco menos lo hizo Luisa y con Tere, acobardadas por el calor, decidimos regresar para entrar al Museo que, como todos los gestionados por el INAH, tiene excelente información. Sitio y museo cierran a las 5 de la tarde en invierno. Recuérdenlo.

En la feria de Zacapoaxtla Luisa había comprado verduras y flores desconocidas por nosotras, emprendimos un regreso colorido a Puebla, pese al cansancio. Estábamos en la noche del domingo víspera del cumpleaños de nuestra anfitriona, ese viaje fue uno de los más hermosos que hice en mi vida, no olvidaré jamás los colores, el sol, los sabores y la plenitud de la sierra poblana.

El lunes diez de febrero Luisa recibió flores, llamados telefónicos de todo el mundo y abrazos, preparamos el desayuno para agasajar a quien fue enfermera de Raúl y organizamos la salida para ver y recibir la enseñanza de la especialista sobre los lienzos de la iglesia de Tlaxcala. Sugiero leer la tesis de Luisa para entender más esa obra atravesada por una historia compleja. En este viaje tuvimos la exquisita compañía de Andrea. Comimos esquites (cóctel de elote en su jugo) y bebimos pulque auténtico (aguamiel, bebida fermentada a partir de la savia del agave o maguey, en náhuatl “meoctli”), sin aditamentos, como debe ser. Regresamos a buscar a Gregorio, compañero de Andrea y encargado de la torta de cumpleaños. Llegamos con hambre y sed a la casa, pero Hortencia había dejado preparados los manjares de setas y esas verduras innombrables que Luisa compró en el viaje de regreso de Cuetzalan. Bebimos un champán recomendado por una amiga y brindamos por las acuarianas.

Los días siguientes se precipitaron con la certeza de que nos quedaban apenas cuatro días para recorrer y disfrutar. Otra vez convocamos a Don Alfonso para que nos condujera a la zona arqueológica de Cacaxtla-Xochitécatl, localizada en la población de San Miguel del Milagro, en el municipio de Nativitas. Construida por la cultura Olmeca-Xicalanca, su esplendor fue entre el 600 y el 900 d.C. El nombre se traduce literalmente como “Lugar de cacaxtlis o lugar de canastos”. Lo que nosotros llamamos pirámide, ahí se llama “el Gran Basamento”, con una altura de 25 m, en su parte media se muestran unos cuexcomates de forma ovoidal cubiertos de estuco utilizados para almacenamiento de maíz, frijol y amaranto. En el palacio se encuentra el Mural del Templo Rojo, el Mural del Hombre Ave, el Mural del Hombre Jaguar y el más grande, el de la Batalla, con una longitud de 22 m de largo, tiene 48 figuras humanas: guerreros con vestimenta y tocados de aves con plumas azules y rojas. Para preservarlo, el INAH construyó un tinglado que afea el sitio, mas no hubo otra manera de conservar las bellísimas pinturas de los murales. En el Museo de sitio no dejen de ver el mascarón de obsidiana de Tláloc, dios de la lluvia.

También conocimos Val’Quirico con Dominique Bertolotti, un desarrollo inmobiliario al estilo medieval de la Toscana italiana, construido en los vestigios de la hacienda Santa Águeda, en el estado de Tlaxcala, que abrió al público en 2015. Lo mejor, luego de recorrer callecitas y negocios chic, el tardío almuerzo entre amigas en un restaurante italiano. Regresamos felices y nos preparamos para el día siguiente, el programa: Cholula (la de las 365 iglesias nos dijo con un guiño Gregorio) para comer en una fonda, con el susodicho y Andrea, barbacoa de cordero en sus dos formas: envuelta en papel aluminio para conservar el calor y envuelta en hoja santa, el mixiote (membrana transparente que recubre la penca del maguey y se usa para envolver alimentos que se cuecen al vapor). Recorrimos luego las iglesias, la de los buenos blancos y la de los indígenas a su vera, recordamos la visita anterior al Santuario de la Virgen de los Remedios, construida sobre la cima de la gran pirámide de Cholula y coronamos la tarde tomando frente al zócalo un Xocolátl (chocolate) de agua maravilloso.

Nos dedicamos a recorrer jueves y viernes otros lugares en el centro histórico de Puebla, el edificio Carolino, la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla donde dos hermosas jóvenes nos guiaron en un recorrido al que deben dedicarle al menos tres horas para disfrutar de sus salones, sus patios, su historia. La Casa del Deán, cuyos murales extrañísimos se salvaron de la destrucción luego de su alquiler para construir un cine. La biblioteca Palafoxiana, y su feria artesanal en la planta baja, donde degustamos dulces y licores. La feria popular y la calle de los artistas, el teatro al que nos dejaron entrar de coladas porque estaban ensayando bailes populares, los negocios de piedras semipreciosas, los de venta de churros y panes dulces.

El viernes por la tardecita conocimos la casa de Marisa, quien nos convidó un té con exquisiteces entre las que destaco unas bolitas de queso azul rebozadas en semillas de sésamo y amaranto. Exultantes, con magníficos regalos ofrecidos por las anfitrionas, regresamos a lo de Luisa a preparar nuestros petates para salir muy temprano a la ciudad de México y tomar el avión de regreso. Don Alfonso y Luisa, luego de unas vueltas por la intrincada ciudad, nos dejaron en el aeropuerto; entre nuestras pertenencias llevábamos una valijita especial: la que cuarenta y cuatro años antes transportaron en su exilio los Dorra-Ruiz Moreno, objeto de intercambio fraterno entre Raúl y Glauce Baldovin. La pesada máquina de escribir de Raúl quedó en manos de Glauce y fue sustituida por la suya, transportable y práctica: con valija y cierre de seguridad. Tere se encargaría de entregarla a sus familiares en Córdoba. A quienes interesen sus detalles les informo que esta historia contó Tere en su micro radial de los viernes, en el programa de Cristian Maldonado.

Nos despedimos emocionadas, sin imaginar, ese sábado de febrero, que nos separaría algo mayor a la distancia real, una pandemia que sufrimos y esperamos superar para reencontrarnos con lo que más vale en esta vida: la amistad.

Susana Rodríguez, Salta, abril de 2020




©  Susana Rodríguez. Café Roma

sábado, 25 de abril de 2020

La mayora de todas



La mayora de todas

Te voy a contar la historia de cómo se conocieron mis padres en aquellas épocas. Resulta que mi papá le había conocido primero a la hermana de mi mamá, a la mayora de todas. Comenzaron a salir y se hicieron noviecitos. En aquella época, los padres no permitían a sus hijos salir por salir. Las hijas mujeres tenían que estar en la casa, no iban ni siquiera al baile solas. La única que sí salía de la casa era mi mamá porque ella iba al colegio. Creo que estaba cursando el séptimo grado. Su hermana le ocupaba a mi mamá para que le llevara la cartita a mi papá porque ella tenía que pasar por ese lugar donde mi papá paraba ¿Por cuál motivo? Porque mi papá venía a comprar algodón. Era chaqueño.

Mi papá compraba algodón en la parte de Yataí, o algo así se llamaba el pueblito donde ellos estaban. Aquí en Formosa, todos los colonos tenían que vender su algodón a Resistencia o a Corrientes, ya que solamente ahí existía la desmotadora donde se descargaban los algodones2 para que después pasen a hacerse los hilos. Acá no existía aún esa desmotadora, después se hizo una que ahora ya no existe. Entonces mi mamá le llevaba la cartita a mi papá. Entre cartita viene y cartita va, mi papá se enamoró de mi mamá. Y bueno, hablaron y mi mamá le dijo que primero quería terminar la primaria. Ese era el último año que ella cursaba. Mi papá no tenía problema porque él iba y venía siempre. Dos o tres veces al mes, él venía a comprar algodón de acá, de Formosa.

Antes era muy difícil que los padres dejaran salir sola a sus hijas mujeres, no es como ahora que las chicas dicen “Este es mi amigo” y lo llevan a la casa, antes no, antes esas cosas no existían. Acá no había amigo, no había nada. Más aún porque mi papá era noviecito de mi tía la mayora, entonces, era imposible que mi papá fuera a pedir la mano de mi mamá porque se le iba a armar una rosca a mi padre. En aquel momento ¿qué hizo mi papá? No encontró otra salida que robarle a mi mamá cuando terminó de cursar. Mi mamá fue a la fiesta de egresados, igual que ahora, le entregaron la libreta todas esas cosas y mi papá ya la estaba esperando con el camión cargado. 

¿Cómo le hizo pasar el control? Para él fue fácil, le metió entre las bolsa de los algodones. Le hizo acostarse ahí hasta que pasó el control. Y cuando pasó el control, le volvió a sacar. De esa manera le robó mi papá a mi mamá y le llevó al Chaco, en la casa de su hermana y ahí la tenía en una parte que se llama Bermejo, que es en la orilla del río Bermejo, hermoso lugar donde nació mi hermano y yo.

Mi tía por supuesto se enteró de eso y lo buscaba un montón. Lo buscó por tres años maso menos y nunca lo encontró. Ella nunca supo dónde estaban mi mamá y mi papá, ni dónde vivían, lo único que ella sabía era que era chaqueño. Lo buscó incansablemente pero nunca lo encontró. Un día llegó al oído de mí papá que mi tía volvió formar familia con una persona que es su marido y el papá de sus hijos. Fue el momento justo para traerlo a mi mamá y darle más tranquilidad a su padre. Ya tenía dos hijos y otro en camino. Ahí terminó el quebranto de los padres.

Informante: Olga Santucho, 56 años. B° Villa Lourdes, Formosa capital. Recopiló este relato: Alba Patricia Ayala.


El rapto de Perséfone
[Fragmento]

En aquellos tiempos, Deméter, la hermana de Zeus, era la diosa que se ocupaba de las cosechas, protegía el trigo y toda planta viviente. Cada año maduraba el trigo dorado a finales de verano y todo el mundo se sentía agradecido por la generosidad de la Tierra. Vivía con Perséfone, su única hija, en la montañosa Sicilia. De repente su vida pacífica y feliz cambió violentamente. Perséfone, su bella e inteligente hija, había salido a pasear un día y no volvió. Se hizo de noche y no había ninguna señal de la joven. Deméter estaba preocupadísima, todos se movilizaron buscándola, pero nada, ¡ni rastro! Para que la búsqueda no se detuviera, ni de noche ni de día, Deméter encendió antorchas usando el fuego del volcán Etna. Pero Perséfone seguía sin aparecer. Deméter, en su aflicción, olvidó la tierra y su vegetación. Se secaron las cosechas, las plantas y los árboles murieron, la tierra se convirtió en un erial.

El día de su desaparición, Perséfone había estado por los campos recogiendo flores. Andaba por ahí cerca un pastor con su rebaño. Él vio lo que había pasado, pero quién se atrevía a decírselo a Deméter ¡el disgusto que iba a tener! Aunque tal y como estaban las cosas, no quedaba más remedio que contárselo. Así que el pastor fue al encuentro de Deméter y le contó lo que había visto: “De pronto apareció un hombre conduciendo un carro de oro, tirado por dos caballos negros; agarró a la joven y se alejó tan deprisa como había venido, hasta desaparecer por una hendidura que se había abierto en la ladera de la montaña.”

El pastor no había visto el rostro del hombre pero Deméter adivinó de quién se trataba: era Hades, su hermano, el señor de los Infiernos, quién había hecho prisionera a su hija. Deméter se irritó mucho contra Hades, pero también contra Zeus, porque seguro que estaba al corriente y lo había consentido. Triste y enfadada, continuó sus viajes mientras la Tierra permanecía yerma.

© Juan Páez. Arte de tapa (Formosa, 2019)




















1 AAVV. (2019) "La mayora de todas". En: Nadie no entendía. Formosa: Ediciones Tupanoy. Pág. 13-16.  
La cosecha de algodón siempre formó parte de la tradición de los pequeños y medianos productores. Según el periódico La Nación, Formosa se ubicó en febrero del 2003 en tercer lugar entre las provincias con más producción algodonera.


sábado, 11 de abril de 2020

El abrazo primordial.


Estoy sentado frente a la notebook trabajando simultáneamente en varios artículos a la vez. Aunque es bastante nueva, por unos instantes, la computadora se tilda para luego reiniciarse y continuar. Por mi parte, aprovecho ese suspiro tecnológico para ir hasta la biblioteca. Busco algunos datos, los corroboro y recupero algunas anotaciones para seguir con la escritura. Pero al ubicarme nuevamente frente al monitor, decido hacer un alto para contarles sobre estos días en los que el aire pareciera ser insuficiente.

He perdido la cuenta de los días que llevo encerrado respetando la cuarentena que aquí, en Argentina, es obligatoria. Conforme el día se desplaza, intento algunas variaciones con la luz para evitar la sensación de encierro. Por las mañanas, trabajo con aquella que ingresa por el ventanal del departamento al que hace poco me mudé; luego con la que llega desde la cocina para, finalmente, por la noche, cerrar la jornada con la luz que proviene de una lámpara que se encuentra cerca de mi mesa-escritorio.

Llevo días sin vestirme como diariamente lo hago y, por lo general, paso el día en pijama y pantuflas. Antes de la mudanza, regalé mucha de la ropa que compré en la época en que estuve con Jorge. Se fueron las camisas y los trajes que requerían cuidado, los pantalones con los que podía salir a comer a un lugar de moda y los zapatos que, claro, eran lindos pero poco prácticos. Se marcharon también algunas valijas, los juegos de platos y los muebles de algarrobo. Es decir, no quedó nada de aquello que pudiera recordarme una vida cómoda y holgada de niño bien.

Suelo levantarme temprano y escribir mientras desayuno. En tiempos como estos en que la calle y el Otro constituyen un riesgo, trato de conservar cierta cotidianeidad. Así, por ejemplo, evito dormir en horarios en que habitualmente no lo hago. Para esos momentos busco alguna tarea específica: reviso las actividades que realizan los estudiantes del instituto donde doy clases, armo fichas con materiales disponibles en la web, cierro notas periodísticas, ordeno la computadora, hablo con mis amigos, o bien, avanzo con proyectos escriturarios. 

Hoy sin ir más lejos, antes de iniciar con mis labores, revisé algunas fotografías para un libro nuevo que -esperemos- este año se publique. Y sí, como suele suceder, una foto me llevó a otra y a otra. Ese desplazamiento de imágenes, debo confesar, me aturdió bastante. Los congresos, las reuniones de trabajo y las presentaciones de mis libros, me permitieron viajar por toda la Argentina. En su presentación en la Universidad de Jujuy, la poeta Diana Bellessi me dijo que “moverse todo el tiempo es como quedarse quieto”. Al recordar sus palabras, no pude evitar preguntarme ¿Estar afuera todo el tiempo es una forma de encierro?

Tras la muerte de Jorge, mi novio, tuve que recuperar una carrera que había dejado entre paréntesis. En este sentido, comenzar “desde cero” constituyó un verdadero aprendizaje porque me permitió descubrir que no todos estamos dispuestos a presionar el botón de reinicio. Desde su muerte, no dejé de trabajar ni un solo segundo, es decir, viví afuera, para el afuera y a las corridas.

Es cierto, el afuera pareciera encerrarnos en las obligaciones cotidianas, en las expectativas ajenas y, por supuesto, en el vicio de confundir los logros personales con diferentes formas de autoexplotación. En estos días de encierro, pude recuperar el tiempo que desde hace años no pasaba conmigo mismo. Pronto volveremos a la libertad que elegimos y podremos abrazarnos con quienes queremos y a quienes nos rodean. Porque para entonces habremos aprendido el valor que tiene ese abrazo primordial: ese que nos damos a nosotros mismos para decirnos que todo va a estar bien.

© Juan Páez. Atardecer en Barú. (Isla Barú, 2020)