sábado, 11 de abril de 2020

El abrazo primordial.


Estoy sentado frente a la notebook trabajando simultáneamente en varios artículos a la vez. Aunque es bastante nueva, por unos instantes, la computadora se tilda para luego reiniciarse y continuar. Por mi parte, aprovecho ese suspiro tecnológico para ir hasta la biblioteca. Busco algunos datos, los corroboro y recupero algunas anotaciones para seguir con la escritura. Pero al ubicarme nuevamente frente al monitor, decido hacer un alto para contarles sobre estos días en los que el aire pareciera ser insuficiente.

He perdido la cuenta de los días que llevo encerrado respetando la cuarentena que aquí, en Argentina, es obligatoria. Conforme el día se desplaza, intento algunas variaciones con la luz para evitar la sensación de encierro. Por las mañanas, trabajo con aquella que ingresa por el ventanal del departamento al que hace poco me mudé; luego con la que llega desde la cocina para, finalmente, por la noche, cerrar la jornada con la luz que proviene de una lámpara que se encuentra cerca de mi mesa-escritorio.

Llevo días sin vestirme como diariamente lo hago y, por lo general, paso el día en pijama y pantuflas. Antes de la mudanza, regalé mucha de la ropa que compré en la época en que estuve con Jorge. Se fueron las camisas y los trajes que requerían cuidado, los pantalones con los que podía salir a comer a un lugar de moda y los zapatos que, claro, eran lindos pero poco prácticos. Se marcharon también algunas valijas, los juegos de platos y los muebles de algarrobo. Es decir, no quedó nada de aquello que pudiera recordarme una vida cómoda y holgada de niño bien.

Suelo levantarme temprano y escribir mientras desayuno. En tiempos como estos en que la calle y el Otro constituyen un riesgo, trato de conservar cierta cotidianeidad. Así, por ejemplo, evito dormir en horarios en que habitualmente no lo hago. Para esos momentos busco alguna tarea específica: reviso las actividades que realizan los estudiantes del instituto donde doy clases, armo fichas con materiales disponibles en la web, cierro notas periodísticas, ordeno la computadora, hablo con mis amigos, o bien, avanzo con proyectos escriturarios. 

Hoy sin ir más lejos, antes de iniciar con mis labores, revisé algunas fotografías para un libro nuevo que -esperemos- este año se publique. Y sí, como suele suceder, una foto me llevó a otra y a otra. Ese desplazamiento de imágenes, debo confesar, me aturdió bastante. Los congresos, las reuniones de trabajo y las presentaciones de mis libros, me permitieron viajar por toda la Argentina. En su presentación en la Universidad de Jujuy, la poeta Diana Bellessi me dijo que “moverse todo el tiempo es como quedarse quieto”. Al recordar sus palabras, no pude evitar preguntarme ¿Estar afuera todo el tiempo es una forma de encierro?

Tras la muerte de Jorge, mi novio, tuve que recuperar una carrera que había dejado entre paréntesis. En este sentido, comenzar “desde cero” constituyó un verdadero aprendizaje porque me permitió descubrir que no todos estamos dispuestos a presionar el botón de reinicio. Desde su muerte, no dejé de trabajar ni un solo segundo, es decir, viví afuera, para el afuera y a las corridas.

Es cierto, el afuera pareciera encerrarnos en las obligaciones cotidianas, en las expectativas ajenas y, por supuesto, en el vicio de confundir los logros personales con diferentes formas de autoexplotación. En estos días de encierro, pude recuperar el tiempo que desde hace años no pasaba conmigo mismo. Pronto volveremos a la libertad que elegimos y podremos abrazarnos con quienes queremos y a quienes nos rodean. Porque para entonces habremos aprendido el valor que tiene ese abrazo primordial: ese que nos damos a nosotros mismos para decirnos que todo va a estar bien.

© Juan Páez. Atardecer en Barú. (Isla Barú, 2020)


No hay comentarios:

Publicar un comentario