domingo, 28 de junio de 2020

Victoria Ceriani: las aguas del litoral

En sus viajes realizados a la región del litoral (Misiones, 1995; Formosa, 2014), Victoria Ceriani escribió estos poemas que evocan sus aguas y traen ese aroma a tierra roja. Forman parte de su libro Bordando anaqueles (Ed. El Ojo del Mármol, 2017)



Garganta del diablo

¿Te acordás cuando fuimos
a Misiones,
esa tierra
colorada e inmensa,
Mamá y vos en la
Garganta del diablo,
Mamá y vos
refrescándose la cara?
Torrentes de agua,
que nos transformaban
a todas
las mujeres de la familia,
en guerreras,
para siempre.



Descubrir el tiempo del río

No quiero
perder esta idea.
El norte abriéndose
como un paraíso
ante mi andar
húmedo
y entumecido.
El cálido pasar
de la gente
riendo y festejando
la cercanía del río
Olor a nube
aliento a frutas
El río
puede ser
un lugar.
Victoria Ceriani, regio del litoral, 2017


©Victoria Ceriani, Garganta del diablo



viernes, 26 de junio de 2020

Valentina Vidal: Un paseo sanitario


¡Bienvenidxs a todxs! En tiempos de cuarentena, las ciudades fagocitan su propia violencia. Hoy nos vamos a Buenos Aires de la mano de Valentina Vidal.  


Un paseo sanitario


 Soy porteña, pero de las de clase media baja, de las eternas inquilinas, de las que laburaron desde los 16, primero como niñera, después como repositora de supermercado, atendiendo un kiosco, cadeta de una mecánica dental en el microcentro y así, de laburo de mierda en laburo de mierda, cobrando nada, trabajando mucho. Sin título universitario, en esos años sabías que, si te calzabas una pollera un poco más corta y te pintabas los labios, en una de esas conseguías de recepcionista. Una vez marqué un aviso por el sueldo, pero caí en un puterío oscuro de calle Lavalle y salí corriendo con mis ingenuos 18 años lo más rápido que pude. Seguí cadeteando, ya hacía un par de años que mi papá, después de varios desalojos, había conseguido que nos adjudicaran en la comisión municipal de la vivienda un departamento en los monoblocks de Flores Sur, donde vivíamos con mis viejos y mis dos hermanas chiquitas. El día que nos mudamos acuchillaron a alguien del que solo vimos las pisadas llenas de sangre. No eran días de paco, pero el barrio siempre fue picante. Mientras estudiaba en el conservatorio de música seguí buscando laburo hasta que me tomaron en una oficina del microcentro para atender los teléfonos. También empecé a militar en un partido Trotskista, el mas de Luisito Zamora, dejé el conservatorio y con mi primer sueldo me mudé a un conventillo de San Telmo, donde varias parejas compañeras de militancia ya vivían y tenían una pieza libre. 

Qué puedo decir, ese lugar era un quilombo, pero me quería ir de los monoblocks porque la mayoría de las veces te chupan para siempre. Resultó que la oficina en la que laburaba la manejaba el número dos de la Side y si bien yo no era nadie, una compañera de oficina le contó donde militaba. El tipo vino a mi escritorio y me tomó para la chacota un rato largo, yo era una pibita, una perejila, pero las piernas me temblaban y unos días después renuncié para conseguir trabajo en una clínica donde aprendí un montón de laburos y fui mejorando de puesto gracias a quedarme doce horas por día y soportar todo tipo de invasiones personales. Después de mucho tiempo, el gerente reventó la empresa y nos dejó en la calle. Fue lo mejor que me pudo pasar: empecé a escribir mientras subía mis CV a todas partes, ya con mucha experiencia administrativa encima. No pasó demasiado hasta que volví a laburar en lugares donde me trataron y me tratan bien. Ahora sigo alquilando, en un barrio más coqueto, con dos ambientes y un balconcito hermoso, pero dependo de mi sueldo mes a mes y doy talleres de escritura porque me gusta y porque necesito sumar para pagar los servicios, las expensas, etc,en fin, lo de todos. Con esto quiero decir que soy porteña, pero que serlo no siempre es sinónimo de esa espantosa energía de mis violentos e indignados conciudadanos, que salen sin barbijo, que no respetan la distancia y que cacerolean porque sí. 

Ayer, salí a caminar, en un horario tranquilo y con poca gente, por suerte con Pablo, porque me tienen que convencer entre varias personas para que lo haga, digo por suerte, porque un tipo que venía en bicicleta a mil, me la tiró encima y me gritó ¡CORRETE! De una manera muy violenta. Quien conoce el parque Saavedra en la parte de García del Río, sabe que la zona que hay para transitar alcanza para dos y cuando personas y bicicletas se cruzan, hay un cordial intercambio de espacios para que pasemos todos y podamos disfrutar del paseo. Pablo llegó a putearlo un poco mientras al hombre no le daban las piernas para pedalear. Le pregunté si ahora entendía las razones por las que no quiero salir, la gente está más agresiva que de costumbre y no es la primera vez que pasa: el otro día un vecino paró el ascensor y me dijo de todo porque estaba recibiendo al envío del supermercado con la puerta abierta. Pablo me miró, me abrazó y me insistió en seguir caminando un poco, aunque yo sabía que él estaba explotado de calentura, y yo con mis taquicardias, dije que bueno, que sigamos, y cambiamos de tema con la garganta interrumpiendo con ese vibrato peculiar que deja expuestas las broncas, hasta que le dije que ya estaba bien, que quería estar en casa y pegamos la vuelta. Deben haber sido unos 50 metros los que hicimos cuando lo volvimos a cruzar al señor horrible y escuchamos que un policía hablaba por su radio de que había denunciado un incidente menor y que ya había pasado. Así que al violento no sólo le pareció que estuvo bien, sino que nos quiso denunciar. 

No pasó nada más ni con la poli ni con el idiota, y nos volvimos a casa a seguir viendo Lost, pero hoy me desperté pensando en eso de ser porteña, de lo mucho que quiero a esta ciudad, contra lo agresivos que son algunos de mis conciudadanos que, en medio de una emergencia sanitaria, se vuelven más violentos, más egoístas, y más mezquinos que de costumbre. Y me pregunto, porqué será tan difícil lograr convivir con amor y empatía, o al menos con respeto hacia el otro, en esta preciosa, turbulenta y castigada ciudad.   


Valentina Vida, Buenos Aires, 2020


©Juan Páez. La ciudá desde arriba (Bs.As. 2019)



martes, 9 de junio de 2020

Betina Campuzano: Subir las escaleras de la Comuna 13: de la guerra al arte


En la lectura de esta hermosa crónica vislumbro una analogía entre subir las escaleras y leer un texto: con cada paso vamos construyendo su significación a la vez que comprendemos la fuerza detrás de sus murales. Pasaporte en mano. Esta vez nos vamos de viaje con Betina Campuzano a la ciudad de Medellín, Colombia.


Subir las escaleras de la Comuna 13: de la guerra al arte   


¿Por qué Colombia votó por el NO en el plebiscito sobre el acuerdo de Paz con la guerrilla?, le pregunto al conductor del Uber que nos lleva en Bogotá hasta la Terminal de Salitre para viajar, por fin, a Medellín, la ciudad que siempre es primavera. Es la pregunta que todos los extranjeros les hacemos, nos dice que ellos quieren “reparación”, que quieren que la guerrilla pague sus crímenes. Lo dice, intuyo, con la convicción de quien ha votado a Iván Duque, lo dice justo el día en que gana las elecciones presidenciales por una cómoda mayoría que indica continuidad en la línea liberal de Uribe. Lo dice, advierto, exaltando justamente la figura de Álvaro Uribe, a quien le atribuye haber expulsado a la guerrilla de las ciudades.

A Duque no le creo, nos dice luego el encargado del hotel en la Comuna 14 “El Poblado”, quien tiene la buena disposición de dejarnos ingresar antes del horario del check-in cuando llegamos agotadas después de nueve horas de viaje por tierra. Intento sacar más data, preguntarle sobre los lineamientos políticos, sobre la mayoría en el voto, pero él prefiere callar y en ese silencio despliega argumentos y prudencia, al tiempo que nos ofrece un tinto. Sin azúcar para mí, le digo. En cambio, nos habla de las excursiones: un tours por la ciudad si queremos salir en un par de horas o para el día siguiente un recorrido hasta la Piedra del Peñol y Guatapé, el pueblo de los mosaicos que sobrevivió a las inundaciones durante la modernización. Con el sí a punto de aceptar, retrocedemos: mejor desayunar y caminar un poco la ciudad, conocerla siguiendo nuestros pasos y nuestros extravíos. Saca entonces el encargado un mapa enorme tan encantadoramente analógico el papel con tanto Google Maps y justo con Roaming disponible en América por el mundial— y marca con lapicera todos los recorridos posibles desde el metro. Desde Bogotá, ya sabíamos que en Medellín podríamos manejarnos con el metro y también con el metro cable. Sabíamos desde entonces también, por unas parejas que estaban hospedadas en el mismo hostal de La Candelaria, que no podíamos perdernos las escaleras de los grafitis, que era mejor pagar ese tours porque era una zona peligrosa. 

Pero la idea era caminar la ciudad y perdernos en sus transportes urbanos, así que no dudamos en combinar el metro bajándonos en la Estación San Javier y tomar el colectivo, tal como nos indicó un policía, para llegar a las escaleras de la Comuna 13. Tienen que bajarse cuando termine el recorrido, nos dijo una chica que se bajó unas cuadras antes, mientras seguíamos el trayecto con el GPS del celular. El clima bogotano lluvioso y templado se transformó en un sol a pleno que te rajaba la cabeza mientras veías las calles empinadas atravesadas por miles de cables y los primeros grafitis estampados en las paredes. Sin contratar ningún tours, ni siquiera habiendo googleado el destino, empezamos a caminar mientras nos cruzábamos con un turismo europeo encandilado por las tomas de fotografías. Menos mal parecemos colombianas así no nos ofrecen nada; en realidad, parecemos lo que somos: latinoamericanas. Nos miramos con Maru, mi amiga desde el secundario que devino en compañera de viaje, y frente a un tobogán y a unos murales, nos sentimos defraudadas. ¿Es sólo esto? ¿Hay más? Sí, hay más, no crean que es tan fácil, nos dicen socarronamente dos extranjeras en un español destartalado, indicándonos con un gesto el camino.

© Betina Campuzano






































Y así fue: subimos con el sol partiéndonos la cabeza mientras los grafitis iban sorprendiéndonos por sus cantidades, por la variedad de sus tamaños y por las ubicaciones más insólitas. En la Comuna 13, una de las dieciséis comunas que conforman Medellín, entre pasillos estrechos y empinados, que recuerdan tanto las favelas brasileñas o a las villas miseria argentinas como la estructura de casas construidas en las laderas paceñas, entre plantas colgantes que embellecen más todavía los hogares coloridos y ropas tendidas por todas partes, entre esa enmarañada estructura se alzaban los seis niveles de las famosas escaleras eléctricas que nos acercaban más bien a la idea que tenemos de un shopping o de un aeropuerto. Una perfecta antítesis urbana en las laderas medellinenses que retrata la huella de una modernidad deslucida en Colombia. Es también testimonio de las huellas de una guerra reciente incomprensible.   

Así, mientras camino, veo cómo se suceden en los murales el rostro ajado de una mujer indígena, luego un oso panda y más allá, unos elefantes. Más arriba, otro rostro, ahora el afrocolombiano de una mujer vestida como en tiempos de la colonia. Y más arriba aún, después del mirador, la estampa de un afrodescendiente con un estéreo, bien propio de la cultura pop de los 80, mientras veo a un grupo de niños, también afros, que juegan y nos ofrecen bailar. Escucho a los guías atribuirle un significado a cada estampa, pero ya sabemos que los sentidos pueden ser tantos como las lecturas de los espectadores. Entre piso y piso, encontramos a una de las chicas que evidentemente trabaja en las escaleras —no entiendo bien su función, pero son varias jóvenes a las que distingo por el uniforme marrón glacé, que llevan puesto, con una inscripción que no llego a leer—. Maru se escabulle entre las casas empinadas donde venden artesanías y todas las chucherías que amamos comprar, está decidida a conseguir un típico sombrero vueltiao, mientras yo trato de conversar con la chica del uniforme que, tomando impulso, se levanta de un improvisado banco de cemento que no es otra cosa que el mismo barandal.

¿Acá hubo una matanza, no?, le pregunto. Intuyo que me responderá esquiva, quizá hastiada de este tipo de preguntas o del sol que nos muele al mediodía. Pero no, me equivoco y se despacha con la historia de la Comuna 13 y también, con la suya y la de su familia, porque —y aquí empiezo a entender de qué se trata esto— junto con las escaleras eléctricas, la reconstrucción de la comuna y de su memoria reciente, vinieron las oportunidades de trabajo para los jóvenes y los ya no tan jóvenes que residen en la comunidad y que, además de balas y miserias, han sido heridos por la estigmatización. Recuerdo como un golpe, entonces, las advertencias que nos hicieron en Bogotá.

Sí, aquí pasó la Operación Orión, me dice, y con ella Uribe sacó a la guerrilla de la comuna. Estamos hablando de dos días tormentosos, el 16 y el 17 de octubre de 2002, desenlace de un proceso que se inició en los 70 con las migraciones intraurbanas en Antioquia. Una vez más, percibo cómo se exalta la figura expresidencial. No sé si son mis oídos que quieren escuchar otra cosa o si es lo que se desprende de la descripción misma, pero ese elogio inicial empieza a desdibujarse después en el relato: primero, vinieron los de la ELN (Ejército de Liberación Nacional) y con ellos pensamos que estábamos mejor porque nos ayudaban con la delincuencia, pero después llegó la FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas) y ya no podíamos andar en las calles. Teníamos que salir a trabajar pero era peligroso, se adueñaban de nuestras casas, no podíamos comprar un auto que nos lo quitaban. En la casa de mi mamá quisieron entrar pero yo no los dejé. Pero si esta casa no es suya, me decían, pero mi mamá es una mujer grande, ustedes no van a entrar aquí, les decía. Y no entraron. No los dejé.

Supe después, cuando compré en la misma comuna el libro con testimonios recogidos por el Intendente de la Policía Comunitaria, Comuna 13. El drama del conflicto armado, y también por otro libro que conseguí luego en los usados en Bogotá, un Informe del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, que los habitantes del barrio San Javier quedaron atrapados en un cruce de fuegos. Es decir, fueron rehenes —literalmente— tanto de diversos grupos de las guerrillas que se disputaban el control de un territorio valioso porque era un punto clave para la comercialización, como también fueron rehenes de las fuerzas paramilitares, las Fuerzas Militares y la Policía Nacional. El resultado de este enfrentamiento —que, a diferencia de otras regiones del continente donde la zona rural es la más afectada, se desarrolló en el espacio urbano— fue un número menor de muertos civiles declarados; cientos de desaparecidos y ejecutados extrajudicialmente, cuyos cuerpos —se cree— se hallan en la Escombrera, una fosa común que espera ser destapada; además de los cientos de desplazados o migrantes que tuvieron que dejar forzosamente sus casas en la comuna para sobrevivir. Y a ello se suman los secuestros exprés, el Estado de Excepción declarado por Uribe, la estigmatización de los jóvenes.   

© Betina Campuzano

¿Y cuándo aparecieron los grafitis?, vuelvo a preguntarle. Ella, ya de pie, me acompaña hasta el siguiente piso mientras me muestra los grafitis de Chota y va dándole un significado a cada figura. Chota es uno, quizá el más representativo de los artistas urbanos que viven en la comuna, y que ya no quieren pertenecer a las bandas, sino transformar el rostro de su barriada, uno como tantos de los chicos que empezaron haciendo lo que nosotros llamamos “changuitas” en Argentina y terminaron ocupados en proyectos artísticos. Tanto él como la comuna fueron descubriéndolo como artista después de que pusieran en funcionamiento las escaleras mecánicas. Ahora, tiene además todo el merchadising de sus grafitis (remeras, gorras) hasta su propio bar donde reposan los turistas, entre estación y estación, para tomarse una cerveza o un café ¿Y para qué fueron pensadas las escaleras: desde un principio era para un fin turístico? No, eran para nosotros, para compensarnos por todo lo que habíamos perdido, para que nos sea más fácil subir, perdona que le hable así, pero es mi pertenencia, ahora hay proyectos de arte para los jóvenes. Entendí entonces que los grafitis vinieron después, que fueron la respuesta creativa a la ocupación de la guerrilla y a la masacre de la Operación Orión, el arte que revitalizó el camino empinado de la muerte que habitaba en la Comuna, la pendiente que sacó de la estigmatización a los jóvenes y los arrojó hacia arriba, hacia un nuevo y renovado protagonismo. Un poco porque intervino el Estado para “compensarlos” pero sobre todo porque, creo, ellos supieron aprovechar la ocasión para reposicionarse. ¿Y los negocios que hay acá a quiénes pertenecen? ¿Es gente que viene de fuera de la Comuna? No, nuestra idea es que sean negocios de la comuna, no de gente de afuera, nos esforzamos por poner lindas las casas, por hacer más grafitis, por eso con cada cosa que puedan comprar ayuda a la gente de la Comuna. Claro, por eso Chota tiene su propia tienda y su bar, entre las laderas de la colorida barriada, los grafitis, los cableados, las ropas colgando y los turistas paseando.

Seguimos camino, compro el libro, nos sacamos fotos en el mirador. La imagen: la misma que te sorprende en pequeña escala cuando entramos a Salta en colectivo, una vasija hecha de casas; o en gran escala cuando bajás del Alto a La Paz y sucumbís ante la hirviente olla urbana. Aquí, en Medellín, la vasija ajada por la violencia y el duelo se coloreó para seguir viviendo. 


Betina Campuzano, Medellín, 2018 


© Betina Campuzano





sábado, 6 de junio de 2020

Guillermo Siles: Estampas de Montevideo


Compartimos estas estampas de la ciudad de Montevideo, Uruguay. Se trata de un recorrido por sus calles y playas de la mano del escritor Guillermo Siles. Recorrer una ciudad es trazar una cartografía interior y esta crónica es una muestra de ello.  


Estampas de Montevideo


Quería pasar unas vacaciones en un balneario pequeño de la costa uruguaya, disponía de unos pocos días y deseaba volver, después de 20 años, a estar en La Paloma y Punta del diablo, lugares que recordaba vagamente. Más tarde advertí que un viaje así tendría que hacerse en auto, en compañía de alguien. Además, para quien decide viajar solo, la mejor opción es ir a una ciudad en la medida en que ofrece más opciones para recorrerla y disfrutar. Es así que llegué a Montevideo. Me alojé en el centro, cerca del Palacio de Justicia. El primer paseo fue tomar la avenida 18 de Julio hasta plaza El Entrevero buscando un lugar para almorzar. Lo hice en una conocida cadena de restaurantes. Después del almuerzo visité la librería La Purpúrea, en la misma plaza; allí conocí a un librero -Guillermo- que me recomendó poesía uruguaya. En la corta charla intuí que estaba bien informado y conocía a los autores. Me comentó que era psicoanalista y enseguida mostró su perfil de buen lector. Cuando supo que tenía interés en poetas uruguayos, que no fuesen los consagrados Benedetti, di Giorgio, Vitale o Vilariño, me dijo: -"Ah! Usted busca poetas no canónicos". En ese instante pensé: este tipo sabe. Y nos pusimos a conversar. Me quedé un rato viendo una pila de libros de poetas jóvenes que seleccionó, entre ellos, también una antología de Amanda Berenguer que decidí comprar junto a otras recomendaciones.

Al ver que la bolsa iba a incomodarme, ya que pensaba continuar la caminata por la zona vieja, dejé los libros para retirarlos a la vuelta. Desde allí retomé 18 de Julio y me dirigí a la plaza principal, doblé por peatonal Sarandí hasta la tradicional librería Puro verso, donde vi cosas bien interesantes de música y de libros. Pedí un café en el primer piso cuyo leve sabor fue mi primera decepción montevideana. En cualquier café de Tucumán o Buenos Ares sirven un expreso mejor. Más tarde continué por Sarandí y bajé hacia la costa. Por azar retomé el camino hacia la plaza principal hasta visualizar la calle del teatro Solís. Subiendo por Mitre vi una estupenda parrilla y al lado unas cervecerías con aire más europeo y un alegre colorido que embellece la zona. Luego de esta experiencia quise explorar las playitas. Una cada día. Comencé por Pocitos una mañana muy soleada. Mi interés, a esta altura de la vida y de los viajes, se reduce a recorrer, mirar, sentarme en algún sito más que estar en una playa o meterme al agua. Antes de salir de Buenos Aires había conseguido un ejemplar de El centro de la tierra, de Jorge Monteleone. A  la sombra de una palmera, en la acera de la costa, leí algunos fragmentos; recordé con emoción mi infancia y la significativa presencia de mis abuelos; la quintita y el sembradío del abuelo Stephan; el cuartito de las herramientas, su azada y el machete para "desyerbar". La casa de Morón descrita en el libro, imaginé, bien pudiera ser la de mis abuelos en Monteros, al sur de Tucumán. Un pueblo de obreros, como tantos otros, nacido alrededor del ingenio Ñuñorco. A partir de las descripciones de Monteleone rememoré la calle, el terreno y la casita de madera construida por mi abuelo en una calle de tierra surcada por una zanja hacia uno de los costados. Cuesta arriba se perdía la callecita entre los sembradíos y empezaba la yunga. Si subías por esos senderos, hacia los cerros, comprobabas que se cortaban por cañaverales. Me reconocí en los relatos de El centro de la tierra, me gustaron más sus gestos y procedimientos en los que la imaginación se expande gracias a la invención y todo está atravesado por un sorprendente caudal de lecturas. Para concluir el libro crucé la rambla para tomar un Fredoccino con tarta de ricota y pasas de uva en Oro del Rhin, un café alemán fundado en 1927.

El tercer día quise arrancar temprano para llegar a Malvín. Es con acento, me corrigió al preguntarle  un chico hermoso que conocí el día anterior en el bus. Malvín tiene un diminuto islote enfrente. Es apenas una formación rocosa de vegetación escasa. No me metí al agua aunque fui preparado. No me gustan las aguas del río todavía mal mezcladas con las del mar a esta altura del estuario. Llegué tarde porque en el hotel no me indicaron bien. El recepcionista quería que fuese directo, pero el bus indicado demora mucho los domingos y hasta a veces no circula, me comentó una chica trans en la parada. La opción fue otra línea que me hizo pasear por la avenida 8 de Octubre y luego el bus entró por unos andurriales de Dios. Eran los barrios del pobrerío con sus monoblocks y su ropa colgada en los balcones, almacenes derruidos, talleres mecánicos con autos viejos y destartalados, abandonados en veredas llenas de yuyos. Mientras contemplaba esa realidad pensé en los barrios pobres de Tucumán: el barrio Oeste, Villa Angelina o Banda del Río Salí. En esos lugares vivían mis parientes: mis tíos y mis primos. También recordé Villa Alem, el popular barrio de mi mamá, adónde íbamos a hacer visitas los domingos.  

Allí estaban los amigos y conocidos, gente hospitalaria que sabía prodigar su generosidad ofreciéndonos la mejor comida o la mejor fruta que tenían en sus casas. Para ellos, mis hermanas y yo éramos especiales. Lo decían cada vez que nos veían y alababan nuestros modos, nuestro aspecto impecable, la belleza de mis hermanas. Tarde he comprendido el por qué de esa conmiseración hacia nosotros. Mientras el bus avanzaba hacia la costa pensé: no fue casualidad hacer este camino, conocer la otra cara de la ciudad, viajar mezclado con la gente del pueblo como algunas otras veces sucedió en ciudades de México, Brasil, Perú o Ecuador. Ellos son como yo, ellos son los míos. La infancia, el pobrerío es mi música de fondo, el ritornelo de un aria triste que suena y suena sin parar.
 
Cuando ya había ido hacia el fondo del pasado divisé por fin la belleza de la rambla en Malvín. Caminé un rato por la playa. Mientras observaba la gracia del islote y las olitas de minué, dejé que la brisa me acariciara un poco hasta sentir la molestia del sol ardiente. Busqué resguardarme en la sombra para ver mejor. Ni bien había llegado observé en el parador el Café bistró "La Salmuera" e intuí que ahí comería algo rico y caro. A sabiendas de que podía pagar con tarjeta de débito no tenía pensado medirme en el almuerzo. Luego de una hora de sol y caminata comí una ensalada de mollejas que mi amigo Giorgio hubiese disfrutado a pleno. Las mollejas a la plancha traen un apetitoso mix de hojas verdes, cebolla morada, tomates cherry, durazno, croutons, semillas de sésamo negro y blanco, con aliño de soja y miel. Es una delicia que sabe a poco. Para acompañarla elegí una copa de Tanat. Pedí un hielo para refrescar apenas el vino y sacárselo una vez que el cubito haya cumplido su función. Continué escribiendo un rato más para hacer un alto antes del postre. Tenía pensado ir al teatro Circular, frente al Palacio de Justicia. Había dos obras que me interesaban, una puesta de Calígula, de Albert Camus y un premiado unipersonal sobre Oscar Wilde que finalmente elegí.

Cuando terminé de escribir, pedí un crumble de manzanas con helado de crema, mientras pensaba en la canción mexicana “Tierra de luz”: tierra de mi pensamiento/ conmigo vas, conmigo vas. 

  
Guillermo Siles, Montevideo, 2019


©Juan Páez. Las alas. (Montevideo, 2018)