sábado, 1 de diciembre de 2012

Cotidiano.



                                                                  Sin ustedes
                                                                                              yo podría hablar con ella 
                                                                                                               Pablo Baca


Las calles de la ciudad están vacías. Sentada con una taza de café, que es la única compañía que tiene esta madrugada, ha dicidido transitar las calles de su propia memoria. Hace tiempo que lleva recorriendo esas veredas a las que todavía no se acostumbra y de las cuales aún no ha podido apropiarse por completo.

El aroma del café, que se sostiene en el vapor de agua, empaña los vidrios de sus lentes cuando acerca la taza para beber el café, que comienza a enfriarse. De niña quiso viajar, poder vivir en otras ciudades, ahora que lo recuerda ahí sentada, experimenta cierto alivio. Desde que salió del secundario y empezó la Universidad quiso abandonar aquella tierra que ahora, esta mañana vacía, extraña. Comenzó por establecer contactos con personas en el extranjero que la ayudaran, sin importarle quién pudiera hacerlo. La oreja de la taza está caliente, tal vez un poco más que el café, piensa. La deposita sobre la barra y nota que últimamente toma más café que de costumbre. El aroma le recuerda aquella otra ciudad, la que se quedó con sus propias ausencias: el padre que abandona el hogar y una madre que también lo hace todos los medio días. No hay más familia, lo que queda de ellos, en la taza de café, es la propia voz fingiendo la de quienes quiere y recuerda.  

Pregunta por el precio y busca en su bolso la billetera, es una cartera negra con hebillas de cuero y metal que compró apenas pudo instalarse. Duele acostumbrar el oído a esta otra lengua. Se para y se retira. El sol avanzó; ilumina los ventanales del edifico del frente, de forma que el reflejo que nace de estos ahora se asienta en las mesas. Toma un taxi. La Universidad es grande, cercada por césped en el que unos estudiantes se encuentran sentados en ronda. Con un papel en la mano, se acerca y les pregunta si alguno sabe dónde queda el curso que busca. Tomará los seminarios de literatura francesa y alemana, por lo menos hasta que descubra qué es lo que la tiene aquí: por qué está allá, tan lejos de lo que ella llamaba “su hogar”, qué la impulsa a permanecer en esta ciudad que la abraza expulsándola.

El departamento es chico y todavía permanece desacomodado: la ropa aún sobre las valijas, las perchas en el placard; las persianas casi cerradas y una pila de platos entre cajas de comida rápida. Deja caer su bolso en el sillón y su cuerpo en la silla frente al monitor. Lo enciende. Decidió escribirle a su madre,  hace días que no le manda novedades, y se da cuenta de que nunca hablaron, que sólo le escribe mails, que su madre no se molesta en contestar. Abre la cuenta y coloca la dirección de su madre en el destinatario; en el asunto “cotidiano”. Pasa al cuerpo del mail, la saluda y le cuenta que está bien, que se levanta temprano y que por lo general nota que está tomando más café; también se lo dice: le dice que cambió el seminario de literatura folclórica por los de francesa y alemana y que los dictan en otro edificio. Se anima y le pregunta cómo está ella, cómo va con su estado de salud, sabe que si se lo pregunta a lo mejor esta vez responda. No se despide con afecto, es una despedida más bien cordial que ella siente hasta un poco formal. Cada vez que pensó en su madre, en escribirle, la imagen de su padre se interponía; ese padre que abandona a la hija y a la madre; la madre que lo llora delante de la hija que se lo recuerda porque hay facciones en ellas que son de él. El padre corta la relación madre-hija, su imagen rompe la complicidad de la sangre.

Enviado el mail, vista la confirmación de la entrega, pasea la mirada por el departamento, no focaliza nada en particular, sólo mira el desorden del que siente casi orgullo. Y si se lo contara, si se lo dijera a su madre de una vez, si le confesara porqué la abandonó.

Las calles están vacías.


Sentada con un hombre, que es la única compañía que tiene esta madrugada, percibe que no son los únicos en el café. Del otro lado de la barra, donde se encuentran ubicados, otro hombre la observa como lo haría su madre si estuviera al tanto de toda esta situación. Otra vez la complicidad de la sangre que traiciona la sangre. Juega con el vapor del café, sopla y lo esparce, lo arremolina. Hablaron mucho esa mañana. Ahora ella teme regresar y contarle a su madre lo que sucedió, teme por la salud de su madre, por lo que de ella mira en ella misma.          

2 comentarios:

  1. Me encanta el relato, Juan,intenso y con excelente resolución. Ese "...por lo que de ella mira en ella misma."

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  2. Gracias Nélida, qué lindo que te guste. Tengo otros y es que me gustó pensar en esas relaciones que la sociedad se ha encargado de soldar como perfectas. Ahora que lo señalás no dejo de pensar y me pregunto ¿qué persona no mira siempre algo de sí misma en otras personas? el reflejo de lo humano, con todo lo que eso implica y pone en juego cuando mira. Besos!.

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