domingo, 6 de mayo de 2018

La hija del inventor por Loreley El Jaber.


Presentación La hija del inventor de Juan Páez. 
(Apóstrofe Ediciones, San Salvador de Jujuy, 2017)


Loreley El Jaber
(27 de abril, Casa de Jujuy, Bs. As.)


Uno entra en libros como La hija del inventor de Juan Paéz como si entrara en una especie de ficción, aquí se develan mundos de otros de la mano de un guía que va abriendo puertas. Y nosotros lectores nos dejamos llevar, entramos en todas esas puertas porque hay una “curiosidad impertinente”, para utilizar las palabras de Guillermo Saavedra, que nos define y convoca, porque queremos saber, y porque hay algo que se hace imagen y nos acerca a esos escritores; así, aquí al lado, en primera persona: la vemos a María Negroni viviendo en Nueva York, imaginando los dedos gordos de Balzac manipulando sus criaturas; a Silvia Barei en medio de ese desierto mexicano, sola, viviendo una ausencia que debía atravesar; a Irene Chikiar Bauer sosteniendo en sus manos un manuscrito de mil páginas, respondiendo a las entrevistas sobre Virginia Wolf en España; a Raúl Dorra en pleno diálogo con su maestro Noé Jitrik en el calor de Puebla; a Gigliola Zecchin en una casa marcada por el silencio, demorándose en palabras que sólo puede decir en italiano o en español, hablando de la claridad en la voz ella que, como diría Molloy, nada “entre lenguas”; a Mori Ponsowi escribiendo en Lima, en Caracas, en Buenos Aires, buscando implacable la mañana como el lugar para rodar la mano; a Tununa Mercado recorriendo con sus dedos y sus ojos “El tesoro de la juventud” de la biblioteca de sus padres; a María Teresa Andruetto conversando tres días completos con Circe Maia en Tacuarembó. Las imágenes siguen. Ustedes, lectores futuros de La hija del inventor, se detendrán seguramente en otras. Ese es el arte de las entrevistas: ofrecer un mosaico de escenas, imágenes, historias; y a él se entrega con soltura Juan Páez en este texto. Pero esa intimidad que uno llega a palpar, en la que se inmiscuye con cierto desparpajo como en un juego (por un rato somos amigos de Canela y de Bellesi, y de mucha gente que escribe muy bien, lo que es un sueño cumplido, hay que decirlo); bueno, esa sensación casi casi real es favorecida también por la decisión del propio Juan de sostener en la escritura una cercanía, casi una amistad, que se trasluce en las entrevistas. “Buena pregunta, Juan”, le dice Alberto Tasso; “No sé, querido Juancito, siempre se encuentra a un gran maestro que no habías leído lo suficiente”, confiesa Diana Bellesi; “Juan querido me enviás las preguntas justo el día que parto de viaje”, le reclama Silvia Barei. Mientras se lee La hija del inventor se arma una cofradía, una especie de comunidad en la que lo que une es la literatura y eso siempre se agradece.

Pero hay que decir que, si bien este es un libro de entrevistas, tiene –como todos- ciertas obsesiones, o ciertas constantes, para ser más precisa, que orientan más claramente lo que podría llamarse el espíritu del libro. Páez piensa en los escritores futuros, los “aprendices” y, como un hermano mayor, pide consejos para sus otros hermanos, una guía, por más pequeña que sea, que apacigüe la angustia o calme el miedo o direccione el camino. Las respuestas en este sentido son variadas, está quien declara no tener consejos para dar hasta quien sugiere con acierto escapar a la trampa de enamorarse de lo propio, pero en líneas generales todos coinciden en un condimento especial -un bien escaso, hay que admitir- para esto de escribir, narrar y armar mundos: la paciencia.

El consejo de Angélica Gorodischer – casi una máxima- es clave: “Leer, leer, leer hasta que a una se le sequen las pestañas. Leer, leer, leer. Si no se lee, no se escribe”. Esa entrevista no sólo abre el libro sino que marca su rumbo. Las respuestas de Gorodischer serán también futuras preguntas ligadas tanto al trabajo de la escritura como al lugar de la lectura. Y digo que marca el rumbo porque Juan elige un título para este libro que responde a ese imperativo de lectura. La hija del inventor remite a un personaje de un film, Bella, que “atraviesa el pueblo con un libro en la mano”. Más allá de la conjunción entre esteticismo y literatura que regala la imagen, el libro se porta, es el legado familiar del que hablan Gorodischer, Mercado y Barei, son los libros leídos en la universidad de los que hablan Dorra, Baca, Van Bredam, Chikiar Bauer, son los libros en cruce con el arte en los que se detiene Negroni; se habla de bibliotecas dispersas, de libros diseminados, de lectura –en fin- atravesando con marca indeleble lo escrito.

Me quedo con imágenes maravillosas de este libro en las que me vi reflejada, me detengo en ciertas reflexiones, me quedo pensando en “el poema mudo” al que refiere Diana, en la cercanía imposible del poema traducido de la que habla Mori, en la tarea del escritor como la tarea del disenso que sostiene María, entre muchas otras.

Comparto, como lo hace Juan Páez a lo largo de todo el libro, en un gesto de mancomunidad literaria, un fragmento, una respuesta, que subrayé especialmente:

¿Qué factores pueden ayudar y cuáles entorpecer el trabajo de la escritura? Le pregunta Juan a Elena Bossi y ella responde así: “La vida cotidiana, con su traqueteo, me aleja muchas veces de la escritura; pero cuando me siento a escribir en condiciones ideales, ¿sobre qué escribiría si no me involucrara de lleno con la vida? Entonces es como si uno escalara una montaña o cruzara el mar para ver algo que desea y resulta que ese algo es valioso porque se escaló la montaña o se atravesó el mar”

Fotografía: Luciana Pedicone Lewin. 



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