sábado, 11 de noviembre de 2017

El cielo de la Puna.



        Leo este verso en un poema de Juana Bignozzi: “mientras mis colegas escriben los grandes versos de la poesía argentina/ yo hiervo chauchas ballina”.
Hace unas semanas atrás, participé en unas jornadas de literatura que se hicieron en Abra Pampa. En la terminal de Jujuy, esa madrugada equivoco el destino y saco un pasaje para La Quiaca. El amanecer detrás de los cerros, la soledad del lugar y el cielo abierto, de algún modo, me disponen a la frontera. En la Puna, conmueve el paisaje que se despoja cada vez más y más. Una nueva herida se abre y anoto: “Llorar en la Puna es como limpiarse el alma. Por dentro, experimento una forma extraña para decir el despojo. Aquí, el paisaje inunda la habitación de la escritura; alejado de los ruidos y de las grandes voces, escucho con más claridad los poemas que llevo en el cuerpo.”  
Aunque debía bajarme en Abra Pampa, decido seguir hasta La Quiaca, tal vez, para poder caminar esa tarde por las calles de Bolivia. En el ómnibus, suenan canciones de Los Kjarkas: “Como mueven las caderas/ al ritmo negro/ se siente fuego en el sangre/ fuego en los morenos”. Las puertas de la imaginación se abren, pienso en el libro en el que estoy trabajando y apunto algunas notas bajo el título de Bolivia.
Antes de partir de la terminal de Abra Pampa, una mujer sube con su niño en brazos. El niño llora. Viajamos a la par. Tomo algunas hojitas de colores de mi agenda y se las regalo para que juegue. Me mira, estira sus pequeños dedos y toma las hojas que son para él. Pregunto su nombre, su mamá me dice que se llama Roberto y que tiene un añito. Está aprendiendo a caminar, agrega. La madre de Roberto inventa un juego con esos papeles cuadriculados: se esconde detrás de ellos y cuando él la descubre, sonríe y la abraza. Luego la madre hace unos abanicos con esas pequeñas hojas y me cuenta que regresan de Abra Pampa porque fueron a visitar al papá de Roberto que trabaja cuidando las ovejas de un campo.
Mientras el cielo se queda cada vez con menos nubes, escucho cómo Roberto ríe con su madre. Hoy lo descubrí en una foto y lo recordé mirándome. Quizás ahora estará jugando con su padre o aprendiendo a dar sus primeros pasitos de la mano de su mamá. Esbozo en mi cuaderno algunas ideas acerca de los límites: cuando uno deja de mirar su propio reflejo, encuentra todo el cielo en los ojos de un niño que mira con naturalidad la frontera. 


© Juan Páez. El viento (Abra Pampa, 2017)

















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