En 2004, Federcio Belloni viajó al Norte argentino y visitó la localidad de Tres Cruces en la puna jujeña. Compartimos su relato "Tres Cruces" donde evoca aquellos días.
Tres Cruces
Cuando el micro llega a Tres
Cruces es de noche. Aunque es febrero en Jujuy, hace mucho frío. No sabemos
dónde vamos a dormir y el panorama no parece muy alentador. Tal vez en un ciclo
que se renueva perpetuamente, hay que esperar hasta la mañana para que el
pueblo renazca. A cien metros de la ruta, desde el interior del puesto de
gendarmería, desborda esa luz anémica y parpadeante de los tubos fluorescentes.
Frente al puesto está la iglesia. En el noroeste argentino cada pueblo tiene su
iglesia. O también podría decirse: cada iglesia tiene su pueblo.
Los gendarmes nos indican un
lugar. Un hotel viejo, dicen. Visten unos uniformes verdes de tela gruesa, que
hace difícil reconocer si tienen un cuerpo robusto o son miniaturas envueltas
en un traje poderoso. Cuando llegamos, sólo podemos diferenciar el hotel del
resto de las casas por un letrero con el nombre. Golpeamos la puerta. No
contestan. Mi amigo está inquieto, como si creyera que los golpes en la madera
pueden despertar a todo el pueblo. Insistimos, pero no se enciende ninguna luz.
Seguimos caminando hasta que
desembocamos en la plaza. Desde ahí, una luz más tenue que la de gendarmería,
amarillenta, interrumpe la noche. De alguna manera se puede intuir que se trata
de una bombita de escaso voltaje unida a un cable, que cuelga del techo. Nos
acercamos. Es una dependencia de la policía federal. En la entrada dice
“destacamento”. Hay un tipo escribiendo a máquina y tiene un bigote que parece
de cerdas de acero. Mira con recelo. Quizás esté tratando de descifrar a qué
variante hippie pertenecemos. Dentro de mi mochila escondemos drogas
sofisticadas; lo único que pensamos consumir en cuanto encontremos dónde pasar
la noche. Se trata de una botella de gaseosa y dos paquetes chicos de
galletitas. Aun con algo de desconfianza, acepta nuestro mote de estudiantes.
Lo cierto es que tampoco conoce ningún lugar para dormir. Propone la plaza.
¿Será amabilidad o querrá tenernos bien cerca? Aunque en Tres Cruces no parece
haber nada fuera de control.
Amanece escarchado alrededor
de la carpa. Hace varios días que el cierre está roto y algunas varillas están
quebradas. Pero el frío no contempla esas imperfecciones. La noche fue puro
forcejeo con el aire helado. Cuando me despierto veo a mi amigo junto a un
árbol y una columna de vapor que asciende a la altura de sus rodillas. Está
meando. Me pregunto qué pasaría si un grupo de extranjeros hiciera lo mismo en
una plaza de la Capital Federal. Pero no es lo mismo. Tal vez lo único que tengan
en común las plazas de acá y las de allá sean los juegos. Y los extranjeros.
En el lugar en el que
desayunamos la estética es inocente. Si la cuestión es sentirse como en casa,
nada más efectivo que te sirvan como en casa. Los platos y las tasas grandes,
el cuchillo tramontina, el frasco de café instantáneo sobre la mesa, pan y
mermelada. La señora que nos atiende nos permite guardar las mochilas y la
carpa detrás del mostrador; y, por eso, ahora podemos caminar livianos por las
vías del tren sin tren. Hay muchos huesos de perro entre las vigas de hierro.
Acá dos vértebras, más allá un cráneo y algunos otros huesos esparcidos. A
nuestra izquierda está el Espinazo del Diablo, una formación montañosa de
colores rojos, amarillos y verdes, que parece la columna vertebral de un
gigante tendido. Es en este lugar donde mi amigo empieza a tener los desmayos.
Fogonazos repentinos que lo echan al suelo por unos pocos segundos. Pero el
cartel de la estación sigue insistiendo; estamos en Tres Cruces.
“Decí que van de parte de
Zurita” le dijo, en Buenos Aires, un tal Zurita a mi amigo. Él estaba
entusiasmado. Al parecer dentro de la mina El Aguilar, a unos kilómetros del
pueblo, había una ciudad secreta. Con farmacia y todo, según le aseguró Zurita.
Y teníamos un permiso para entrar. Hablé con un hombre -le explica mi amigo al
gendarme - que se llamaba Zurita y me dijo que dijera que venía de parte de él.
Pero no es tan sencillo. El acceso está restringido y sólo puede ir personal
autorizado. De modo que no queda mucho por hacer en Tres Cruces. Sólo seguir
caminando, comprarle unas empanadas a la señora de la canasta y esperar unas
horas a que llegue el micro que va hasta Abra Pampa.
Mientras mi amigo carga unas
cosas en el micro que está detenido en la ruta, otro micro sale para la mina.
Un gendarme nos pregunta qué habíamos ido a hacer ahí. Le respondo que habíamos
ido a conocer. “¿Y no van a ir a la mina?”, consulta. “Nos dijeron que no se
podía”, contesto. “¿Y quién les dijo que no se podía?”, dice, riéndose un poco.
Mi amigo y yo nos miramos. El chofer nos toca bocina y subimos al micro.
Federico Belloni, Tres Cruces, 2004
©Federcio Belloni
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