Compartimos estas estampas de la ciudad de Montevideo, Uruguay. Se trata de un recorrido por sus calles y playas de la mano del escritor Guillermo Siles. Recorrer una ciudad es trazar una cartografía interior y esta crónica es una muestra de ello.
Estampas de Montevideo
Quería pasar unas vacaciones en un balneario pequeño de la
costa uruguaya, disponía de unos pocos días y deseaba volver, después de 20
años, a estar en La Paloma y Punta del diablo, lugares que recordaba vagamente.
Más tarde advertí que un viaje así tendría que hacerse en auto, en compañía de
alguien. Además, para quien decide viajar solo, la mejor opción es ir a una
ciudad en la medida en que ofrece más opciones para recorrerla y disfrutar. Es
así que llegué a Montevideo. Me alojé en el centro, cerca del Palacio de Justicia.
El primer paseo fue tomar la avenida 18 de Julio hasta plaza El Entrevero
buscando un lugar para almorzar. Lo hice en una conocida cadena de restaurantes.
Después del almuerzo visité la librería La Purpúrea, en la misma plaza; allí
conocí a un librero -Guillermo- que me recomendó poesía uruguaya. En la corta
charla intuí que estaba bien informado y conocía a los autores. Me comentó que
era psicoanalista y enseguida mostró su perfil de buen lector. Cuando supo que
tenía interés en poetas uruguayos, que no fuesen los consagrados Benedetti, di
Giorgio, Vitale o Vilariño, me dijo: -"Ah! Usted busca poetas no
canónicos". En ese instante pensé: este tipo sabe. Y nos pusimos a
conversar. Me quedé un rato viendo una pila de libros de poetas jóvenes que
seleccionó, entre ellos, también una antología de Amanda Berenguer que decidí
comprar junto a otras recomendaciones.
Al ver que la bolsa iba a incomodarme, ya que pensaba
continuar la caminata por la zona vieja, dejé los libros para retirarlos a la
vuelta. Desde allí retomé 18 de Julio y me dirigí a la plaza principal, doblé
por peatonal Sarandí hasta la tradicional librería Puro verso, donde vi cosas bien interesantes de música y de libros.
Pedí un café en el primer piso cuyo leve sabor fue mi primera decepción
montevideana. En cualquier café de Tucumán o Buenos Ares sirven un expreso
mejor. Más tarde continué por Sarandí y bajé hacia la costa. Por azar retomé el camino
hacia la plaza principal hasta visualizar la calle del teatro Solís. Subiendo
por Mitre vi una estupenda parrilla y al lado unas cervecerías con aire más
europeo y un alegre colorido que embellece la zona. Luego de esta experiencia quise explorar las playitas. Una
cada día. Comencé por Pocitos una mañana muy soleada. Mi interés, a esta altura
de la vida y de los viajes, se reduce a recorrer, mirar, sentarme en algún sito
más que estar en una playa o meterme al agua. Antes de salir de Buenos Aires
había conseguido un ejemplar de El centro
de la tierra, de Jorge Monteleone. A la sombra de una palmera, en la acera de la
costa, leí algunos fragmentos; recordé con emoción mi infancia y la
significativa presencia de mis abuelos; la quintita y el sembradío del abuelo
Stephan; el cuartito de las herramientas, su azada y el machete para
"desyerbar". La casa de Morón descrita en el libro, imaginé, bien
pudiera ser la de mis abuelos en Monteros, al sur de Tucumán. Un pueblo de
obreros, como tantos otros, nacido alrededor del ingenio Ñuñorco. A partir de
las descripciones de Monteleone rememoré la calle, el terreno y la casita de
madera construida por mi abuelo en una calle de tierra surcada por una zanja
hacia uno de los costados. Cuesta arriba se perdía la callecita entre los
sembradíos y empezaba la yunga. Si subías por esos senderos, hacia los cerros, comprobabas
que se cortaban por cañaverales. Me reconocí en los relatos de El centro de la tierra, me gustaron más sus gestos y procedimientos en los
que la imaginación se expande gracias a la invención y todo está atravesado por
un sorprendente caudal de lecturas. Para concluir el libro crucé la rambla para
tomar un Fredoccino con tarta de ricota y pasas de uva en Oro del Rhin, un café
alemán fundado en 1927.
El tercer día quise arrancar temprano para llegar a Malvín. Es
con acento, me corrigió al preguntarle un
chico hermoso que conocí el día anterior en el bus. Malvín tiene un diminuto
islote enfrente. Es apenas una formación rocosa de vegetación escasa. No me
metí al agua aunque fui preparado. No me gustan las aguas del río todavía mal
mezcladas con las del mar a esta altura del estuario. Llegué tarde porque en el
hotel no me indicaron bien. El recepcionista quería que fuese directo, pero el
bus indicado demora mucho los domingos y hasta a veces no circula, me comentó
una chica trans en la parada. La opción fue otra línea que me hizo pasear por
la avenida 8 de Octubre y luego el bus entró por unos andurriales de Dios. Eran
los barrios del pobrerío con sus monoblocks y su ropa colgada en los balcones,
almacenes derruidos, talleres mecánicos con autos viejos y destartalados,
abandonados en veredas llenas de yuyos. Mientras contemplaba esa realidad pensé
en los barrios pobres de Tucumán: el barrio Oeste, Villa Angelina o Banda del
Río Salí. En esos lugares vivían mis parientes: mis tíos y mis primos. También
recordé Villa Alem, el popular barrio de mi mamá, adónde íbamos a hacer visitas
los domingos.
Allí estaban los amigos y conocidos, gente hospitalaria que
sabía prodigar su generosidad ofreciéndonos la mejor comida o la mejor fruta
que tenían en sus casas. Para ellos, mis hermanas y yo éramos especiales. Lo
decían cada vez que nos veían y alababan nuestros modos, nuestro aspecto
impecable, la belleza de mis hermanas. Tarde he comprendido el por qué de esa conmiseración
hacia nosotros. Mientras el bus avanzaba hacia la costa pensé: no fue
casualidad hacer este camino, conocer la otra cara de la ciudad, viajar
mezclado con la gente del pueblo como algunas otras veces sucedió en ciudades de
México, Brasil, Perú o Ecuador. Ellos son como yo, ellos son los míos. La
infancia, el pobrerío es mi música de fondo, el ritornelo de un aria triste que
suena y suena sin parar.
Cuando ya había ido hacia el fondo del pasado divisé por fin la belleza de la rambla en Malvín. Caminé un rato por la playa. Mientras observaba la gracia del islote y las olitas de minué, dejé que la brisa me acariciara un poco hasta sentir la molestia del sol ardiente. Busqué resguardarme en la sombra para ver mejor. Ni bien había llegado observé en el parador el Café bistró "La Salmuera" e intuí que ahí comería algo rico y caro. A sabiendas de que podía pagar con tarjeta de débito no tenía pensado medirme en el almuerzo. Luego de una hora de sol y caminata comí una ensalada de mollejas que mi amigo Giorgio hubiese disfrutado a pleno. Las mollejas a la plancha traen un apetitoso mix de hojas verdes, cebolla morada, tomates cherry, durazno, croutons, semillas de sésamo negro y blanco, con aliño de soja y miel. Es una delicia que sabe a poco. Para acompañarla elegí una copa de Tanat. Pedí un hielo para refrescar apenas el vino y sacárselo una vez que el cubito haya cumplido su función. Continué escribiendo un rato más para hacer un alto antes del postre. Tenía pensado ir al teatro Circular, frente al Palacio de Justicia. Había dos obras que me interesaban, una puesta de Calígula, de Albert Camus y un premiado unipersonal sobre Oscar Wilde que finalmente elegí.
Cuando terminé de escribir, pedí un crumble de manzanas con helado de crema, mientras pensaba en la canción mexicana “Tierra de luz”: tierra de mi pensamiento/ conmigo vas, conmigo vas.
Guillermo Siles, Montevideo, 2019
©Juan Páez. Las alas. (Montevideo, 2018) |
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