Estoy sentado frente a la
notebook trabajando simultáneamente en varios artículos a la vez. Aunque es
bastante nueva, por unos instantes, la computadora se tilda para luego
reiniciarse y continuar. Por mi parte, aprovecho ese suspiro tecnológico para
ir hasta la biblioteca. Busco algunos datos, los corroboro y recupero algunas
anotaciones para seguir con la escritura. Pero al ubicarme nuevamente frente al
monitor, decido hacer un alto para contarles sobre estos días en los que el
aire pareciera ser insuficiente.
He perdido la cuenta de los
días que llevo encerrado respetando la cuarentena que aquí, en Argentina, es
obligatoria. Conforme el día se desplaza, intento algunas variaciones con la
luz para evitar la sensación de encierro. Por las mañanas, trabajo con aquella
que ingresa por el ventanal del departamento al que hace poco me mudé; luego
con la que llega desde la cocina para, finalmente, por la noche, cerrar la
jornada con la luz que proviene de una lámpara que se encuentra cerca de mi
mesa-escritorio.
Llevo días sin vestirme como
diariamente lo hago y, por lo general, paso el día en pijama y pantuflas. Antes
de la mudanza, regalé mucha de la ropa que compré en la época en que estuve con
Jorge. Se fueron las camisas y los trajes que requerían cuidado, los pantalones
con los que podía salir a comer a un lugar de moda y los zapatos que, claro,
eran lindos pero poco prácticos. Se marcharon también algunas valijas, los
juegos de platos y los muebles de algarrobo. Es decir, no quedó nada de aquello
que pudiera recordarme una vida cómoda y holgada de niño bien.
Suelo levantarme temprano y
escribir mientras desayuno. En tiempos como estos en que la calle y el Otro
constituyen un riesgo, trato de conservar cierta cotidianeidad. Así, por
ejemplo, evito dormir en horarios en que habitualmente no lo hago. Para esos
momentos busco alguna tarea específica: reviso las actividades que realizan los
estudiantes del instituto donde doy clases, armo fichas con materiales
disponibles en la web, cierro notas periodísticas, ordeno la computadora, hablo
con mis amigos, o bien, avanzo con proyectos escriturarios.
Hoy sin ir más lejos, antes de
iniciar con mis labores, revisé algunas fotografías para un libro nuevo que
-esperemos- este año se publique. Y sí, como suele suceder, una foto me llevó a
otra y a otra. Ese desplazamiento de imágenes, debo confesar, me aturdió
bastante. Los congresos, las reuniones de trabajo y las presentaciones de mis
libros, me permitieron viajar por toda la Argentina. En su presentación en la
Universidad de Jujuy, la poeta Diana Bellessi me dijo que “moverse todo el
tiempo es como quedarse quieto”. Al recordar sus palabras, no pude evitar
preguntarme ¿Estar afuera todo el tiempo es una forma de encierro?
Tras la muerte de Jorge, mi
novio, tuve que recuperar una carrera que había dejado entre paréntesis. En
este sentido, comenzar “desde cero” constituyó un verdadero aprendizaje porque
me permitió descubrir que no todos estamos dispuestos a presionar el botón de
reinicio. Desde su muerte, no dejé de trabajar ni un solo segundo, es decir,
viví afuera, para el afuera y a las corridas.
Es cierto, el afuera pareciera
encerrarnos en las obligaciones cotidianas, en las expectativas ajenas y, por
supuesto, en el vicio de confundir los logros personales con diferentes formas
de autoexplotación. En estos días de encierro, pude recuperar el tiempo que
desde hace años no pasaba conmigo mismo. Pronto volveremos a la libertad que
elegimos y podremos abrazarnos con quienes queremos y a quienes nos rodean.
Porque para entonces habremos aprendido el valor que tiene ese abrazo
primordial: ese que nos damos a nosotros mismos para decirnos que todo va a
estar bien.
© Juan Páez. Atardecer en Barú. (Isla Barú, 2020)
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