En la lectura de esta hermosa crónica vislumbro una analogía entre subir las escaleras y leer un texto: con cada paso vamos construyendo su significación a la vez que comprendemos la fuerza detrás de sus murales. Pasaporte en mano. Esta vez nos vamos de viaje con Betina Campuzano a la ciudad de Medellín, Colombia.
Subir
las escaleras de la Comuna 13: de la guerra al arte
¿Por
qué Colombia votó por el NO en el plebiscito sobre el acuerdo de Paz con la
guerrilla?, le pregunto al conductor del Uber que nos lleva en Bogotá hasta la
Terminal de Salitre para viajar, por fin, a Medellín, la ciudad que siempre es
primavera. Es la pregunta que todos los extranjeros les hacemos, nos dice que ellos quieren “reparación”, que quieren que
la guerrilla pague sus crímenes. Lo dice, intuyo, con la convicción de
quien ha votado a Iván Duque, lo dice justo el día en que gana las elecciones
presidenciales por una cómoda mayoría que indica continuidad en la línea
liberal de Uribe. Lo dice, advierto, exaltando justamente la figura de Álvaro Uribe,
a quien le atribuye haber expulsado a la guerrilla de las ciudades.
A
Duque no le creo, nos dice luego el encargado del hotel en la Comuna 14 “El
Poblado”, quien tiene la buena disposición de dejarnos ingresar antes del
horario del check-in cuando llegamos agotadas después de nueve horas de viaje
por tierra. Intento sacar más data, preguntarle sobre los lineamientos
políticos, sobre la mayoría en el voto, pero él prefiere callar y en ese
silencio despliega argumentos y prudencia, al tiempo que nos ofrece un tinto. Sin
azúcar para mí, le digo. En cambio, nos habla de las excursiones: un tours por
la ciudad si queremos salir en un par de horas o para el día siguiente un
recorrido hasta la Piedra del Peñol y Guatapé, el pueblo de los mosaicos que
sobrevivió a las inundaciones durante la modernización. Con el sí a punto de
aceptar, retrocedemos: mejor desayunar y caminar un poco la ciudad, conocerla
siguiendo nuestros pasos y nuestros extravíos. Saca entonces el encargado un
mapa enorme —tan encantadoramente analógico el papel
con tanto Google Maps y justo con Roaming disponible en América por el mundial—
y marca con lapicera todos los recorridos posibles desde el metro. Desde
Bogotá, ya sabíamos que en Medellín podríamos manejarnos con el metro y también
con el metro cable. Sabíamos desde entonces también, por unas parejas que
estaban hospedadas en el mismo hostal de La Candelaria, que no podíamos
perdernos las escaleras de los grafitis, que era mejor pagar ese tours porque
era una zona peligrosa.
Pero
la idea era caminar la ciudad y perdernos en sus transportes urbanos, así que
no dudamos en combinar el metro bajándonos en la Estación San Javier y tomar el
colectivo, tal como nos indicó un policía, para llegar a las escaleras de la
Comuna 13. Tienen que bajarse cuando termine
el recorrido, nos dijo una chica que se bajó unas cuadras antes, mientras
seguíamos el trayecto con el GPS del celular. El clima bogotano lluvioso y
templado se transformó en un sol a pleno que te rajaba la cabeza mientras veías
las calles empinadas atravesadas por miles de cables y los primeros grafitis estampados
en las paredes. Sin contratar ningún tours, ni siquiera habiendo googleado el
destino, empezamos a caminar mientras nos cruzábamos con un turismo europeo encandilado
por las tomas de fotografías. Menos mal parecemos colombianas así no nos
ofrecen nada; en realidad, parecemos lo que somos: latinoamericanas. Nos
miramos con Maru, mi amiga desde el secundario que devino en compañera de
viaje, y frente a un tobogán y a unos murales, nos sentimos defraudadas. ¿Es
sólo esto? ¿Hay más? Sí, hay más, no
crean que es tan fácil, nos dicen socarronamente dos extranjeras en un
español destartalado, indicándonos con un gesto el camino.
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© Betina Campuzano |
Y
así fue: subimos con el sol partiéndonos la cabeza mientras los grafitis iban
sorprendiéndonos por sus cantidades, por la variedad de sus tamaños y por las
ubicaciones más insólitas. En la Comuna 13, una de las dieciséis comunas que
conforman Medellín, entre pasillos estrechos y empinados, que recuerdan tanto
las favelas brasileñas o a las villas miseria argentinas como la estructura de
casas construidas en las laderas paceñas, entre plantas colgantes que
embellecen más todavía los hogares coloridos y ropas tendidas por todas partes,
entre esa enmarañada estructura se alzaban los seis niveles de las famosas escaleras
eléctricas que nos acercaban más bien a la idea que tenemos de un shopping o de
un aeropuerto. Una perfecta antítesis urbana en las laderas medellinenses
que retrata la huella de una modernidad deslucida en Colombia. Es también testimonio
de las huellas de una guerra reciente incomprensible.
Así,
mientras camino, veo cómo se suceden en los murales el rostro ajado de una
mujer indígena, luego un oso panda y más allá, unos elefantes. Más arriba, otro
rostro, ahora el afrocolombiano de una mujer vestida como en tiempos de la
colonia. Y más arriba aún, después del mirador, la estampa de un
afrodescendiente con un estéreo, bien propio de la cultura pop de los 80,
mientras veo a un grupo de niños, también afros, que juegan y nos ofrecen
bailar. Escucho a los guías atribuirle un significado a cada estampa, pero ya
sabemos que los sentidos pueden ser tantos como las lecturas de los
espectadores. Entre piso y piso, encontramos a una de las chicas que
evidentemente trabaja en las escaleras —no entiendo bien su función, pero son
varias jóvenes a las que distingo por el uniforme marrón glacé, que llevan
puesto, con una inscripción que no llego a leer—. Maru se escabulle entre las
casas empinadas donde venden artesanías y todas las chucherías que amamos
comprar, está decidida a conseguir un típico sombrero vueltiao, mientras yo trato
de conversar con la chica del uniforme que, tomando impulso, se levanta de un
improvisado banco de cemento que no es otra cosa que el mismo barandal.
¿Acá
hubo una matanza, no?, le pregunto. Intuyo que me responderá esquiva, quizá
hastiada de este tipo de preguntas o del sol que nos muele al mediodía. Pero
no, me equivoco y se despacha con la historia de la Comuna 13 y también, con la
suya y la de su familia, porque —y aquí empiezo a entender de qué se trata esto—
junto con las escaleras eléctricas, la reconstrucción de la comuna y de su
memoria reciente, vinieron las oportunidades de trabajo para los jóvenes y los
ya no tan jóvenes que residen en la comunidad y que, además de balas y
miserias, han sido heridos por la estigmatización. Recuerdo como un golpe,
entonces, las advertencias que nos hicieron en Bogotá.
Sí, aquí pasó la
Operación Orión, me
dice, y con ella Uribe sacó a la
guerrilla de la comuna. Estamos hablando de dos días tormentosos, el 16 y el
17 de octubre de 2002, desenlace de un proceso que se inició en los 70 con las
migraciones intraurbanas en Antioquia. Una vez más, percibo cómo se exalta la
figura expresidencial. No sé si son mis oídos que quieren escuchar otra cosa o si
es lo que se desprende de la descripción misma, pero ese elogio inicial empieza
a desdibujarse después en el relato: primero,
vinieron los de la ELN (Ejército de Liberación Nacional) y con ellos pensamos
que estábamos mejor porque nos ayudaban con la delincuencia, pero después llegó
la FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas) y ya no podíamos andar en
las calles. Teníamos que salir a trabajar pero era peligroso, se adueñaban de
nuestras casas, no podíamos comprar un auto que nos lo quitaban. En la casa de
mi mamá quisieron entrar pero yo no los dejé. Pero si esta casa no es suya, me
decían, pero mi mamá es una mujer grande, ustedes no van a entrar aquí, les
decía. Y no entraron. No los dejé.
Supe
después, cuando compré en la misma comuna el libro con testimonios recogidos
por el Intendente de la Policía Comunitaria, Comuna 13. El drama del conflicto armado, y también por otro libro que
conseguí luego en los usados en Bogotá, un Informe
del Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y
Reconciliación, que los habitantes del barrio San Javier quedaron atrapados
en un cruce de fuegos. Es decir, fueron rehenes —literalmente— tanto de
diversos grupos de las guerrillas que se disputaban el control de un territorio
valioso porque era un punto clave para la comercialización, como también fueron
rehenes de las fuerzas paramilitares, las Fuerzas Militares y la Policía Nacional.
El resultado de este enfrentamiento —que, a diferencia de otras regiones del
continente donde la zona rural es la más afectada, se desarrolló en el espacio
urbano— fue un número menor de muertos civiles declarados; cientos de
desaparecidos y ejecutados extrajudicialmente, cuyos cuerpos —se cree— se
hallan en la Escombrera, una fosa común que espera ser destapada; además de los
cientos de desplazados o migrantes que tuvieron que dejar forzosamente sus
casas en la comuna para sobrevivir. Y a ello se suman los secuestros exprés, el
Estado de Excepción declarado por Uribe, la estigmatización de los
jóvenes.
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© Betina Campuzano |
¿Y
cuándo aparecieron los grafitis?, vuelvo a preguntarle. Ella, ya de pie, me acompaña
hasta el siguiente piso mientras me muestra los grafitis de Chota y va dándole
un significado a cada figura. Chota es uno, quizá el más representativo de los
artistas urbanos que viven en la comuna, y que ya no quieren pertenecer a las
bandas, sino transformar el rostro de su barriada, uno como tantos de los
chicos que empezaron haciendo lo que nosotros llamamos “changuitas” en
Argentina y terminaron ocupados en proyectos artísticos. Tanto él como la
comuna fueron descubriéndolo como artista después de que pusieran en
funcionamiento las escaleras mecánicas. Ahora, tiene además todo el
merchadising de sus grafitis (remeras, gorras) hasta su propio bar donde
reposan los turistas, entre estación y estación, para tomarse una cerveza o un
café ¿Y para qué fueron pensadas las escaleras: desde un principio era para un
fin turístico? No, eran para nosotros,
para compensarnos por todo lo que habíamos perdido, para que nos sea más fácil
subir, perdona que le hable así, pero es mi pertenencia, ahora hay proyectos de
arte para los jóvenes. Entendí entonces que los grafitis vinieron después, que
fueron la respuesta creativa a la ocupación de la guerrilla y a la masacre de
la Operación Orión, el arte que revitalizó el camino empinado de la muerte que
habitaba en la Comuna, la pendiente que sacó de la estigmatización a los
jóvenes y los arrojó hacia arriba, hacia un nuevo y renovado protagonismo. Un
poco porque intervino el Estado para “compensarlos” pero sobre todo porque,
creo, ellos supieron aprovechar la ocasión para reposicionarse. ¿Y los negocios
que hay acá a quiénes pertenecen? ¿Es gente que viene de fuera de la Comuna? No, nuestra idea es que sean negocios de la
comuna, no de gente de afuera, nos esforzamos por poner lindas las casas, por
hacer más grafitis, por eso con cada cosa que puedan comprar ayuda a la gente
de la Comuna. Claro, por eso Chota tiene su propia tienda y su bar, entre
las laderas de la colorida barriada, los grafitis, los cableados, las ropas
colgando y los turistas paseando.
Seguimos
camino, compro el libro, nos sacamos fotos en el mirador. La imagen: la misma
que te sorprende en pequeña escala cuando entramos a Salta en colectivo, una
vasija hecha de casas; o en gran escala cuando bajás del Alto a La Paz y
sucumbís ante la hirviente olla urbana. Aquí, en Medellín, la vasija ajada por la
violencia y el duelo se coloreó para seguir viviendo.
Betina Campuzano, Medellín, 2018
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© Betina Campuzano |