Los pasos que retumban en el mármol y los sonidos del subte que frena en la estación. Con pasaporte y visa en mano, esta vez nos vamos de viaje con Lucila Lastero a Nueva York. La ciudad que Jay-Z y Alicia Keys describe como una concrete jungle donde los sueños se hacen realidad.
Columbia
University y otros destellos de Nueva York
Federico García Lorca pasó por las aulas de la Universidad de Columbia.
También J. D Salinger, Isaac Asimov, Allen Ginsberg. Por eso, en
cuanto arribé a la ciudad de las luces insomnes, busqué la manera de llegar a
la Universidad de Columbia.
Fui a New York con el objetivo de cursar dos semanas intensivas de escritura creativa para hispanohablantes en el City College. El seminario incluía actividades de recorrido por la ciudad y producción diaria de textos. Pausas y días libres me aseguraban que dispondría de huecos de tiempo suficiente para salir en busca de los rastros neoyorquinos de los autores y de los libros que leí. Era la primera vez que viajaba a un país de América del Norte. Para alguien como yo, nacida en el conurbano bonaerense y criada en un barrio modesto de Salta, todo era novedoso y deslumbrante.
El camino hacia Columbia fue muy fácil de encontrar. En cuanto me subí al metro, el que me llevaría desde mi alojamiento en Harlem hasta el City College para mi primera clase, leí Columbia entre los nombres de las estaciones pintados sobre las paredes del vagón. La necesidad de deletrear palabras y de recurrir a gestos para hacerme entender en la boletería del metro, me habían dejado insegura. Por eso, en cuanto salí a la superficie y me vi perdida, no me animé a preguntar. Miré una y otra vez el mapa y di vueltas sin rumbo hasta toparme con la referencia esencial: el Toro de Wall Street. Justo al frente, estaba el City College.
Lo que más me gustó del primer día fue haberme encontrado con mis compañeros de seminario: todos latinoamericanos, todos hispanohablantes. En el aula y en mis compañeros estaba la coraza protectora que supone el solo hecho de escuchar la música del idioma propio en escenario extranjero. La lengua fue la puerta de entrada para las charlas, los paseos en grupos por la ciudad, y los tragos y cafés en aquellos bares subterráneos con aires de cápsulas conspirativas de principios de siglo.
Nueva York es una marea dorada y estridente que captura los cuerpos y los funde en su vértigo. Muy pronto me vi sacudida por la ciudad. Me volví insomne como ella, y caminé sin parar entre luces, rascacielos y muros atravesados por escaleras como hormigas escalándolos en hileras. A veces, sola. Otras veces, con algún grupo de compañeros, riéndonos y sacándonos fotos como si no nos acabáramos de conocer. Me levantaba a las seis de la mañana y me dormía cerca de las dos; el cansancio era una sensación inadmisible. Estaba en Nueva York, y todo estaba pasando ahora.
Recién el día anterior a mi vuelo de regreso, pude hallar el momento
adecuado para salir en busca de Columbia. El metro me dejó en una esquina. Lo
primero que vi fue algo que parecía un parque. Pero el ir y venir de jóvenes
con mochilas arrojaba la evidencia: era la Universidad de Columbia. Mi primer
impacto tuvo que ver con no haberme imaginado su tamaño. No un solo edificio,
sino una ciudad entera hecha de múltiples edificios rojos que se erigían entre
calles y jardines simétricos. En ciertos sectores, los cerámicos replicaban los
mismos rectángulos colorados, con bordes beige, de las ventanas. Caminar por
las calles de Columbia era adentrarse en un mundo de geometrías
fascinantes.
La Biblioteca era una construcción de columnas griegas precedidas por la estatua del Alma Máter levantando su cetro de intelectualidad. Entré. Recorrí las galerías y algunos rincones de la planta baja. Mis pasos hacían eco sobre el piso espejado. De pronto escuché una voz suave que parecía provenir de una de las salas. Me asomé. Era un aula, completamente abierta. Una docente joven, parada detrás de un atril, hablaba frente a un grupo de estudiantes. Noté que, por la altura y por las luces en la que se encontraba la puerta, nadie notaría mi presencia. Así que entré. Estuve varios minutos de pie, al fondo, escuchando una clase en inglés de la que no entendí casi nada. Pero me di el gusto. Estuve en la Universidad de Columbia.
Fueron solo dos semanas y, aunque los tiempos de un viaje corren como el viento, nuestras memorias son ese boomerang que retiene la intensidad y vuelve siempre en busca de la mano que sabe atrapar los recuerdos y, a la vez, tomar el impulso necesario para el lanzamiento hacia nuevos asombros.
Lucila Lastero, Nueva York, 2017
Muy hermosa nota y bellas fotos.
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