viernes, 26 de octubre de 2018

Natalia Leiderman: El indicio más brillante de los cuerpos

Recuerdo que la tarde en que lo recibí, y luego de leerlo, me emocioné hasta las lágrimas. Quiero agradecerle a Natalia Leiderman por escribir El indicio más brillante de los cuerpos, el prólogo con que se inicia cuando vengas, te cuento (Jujuy, 2018): 


El indicio más brillante de los cuerpos


Soledad = no tener a nadie en casa a quien poder decir:
regreso a tal hora o a quien poder hablar por teléfono
para decir: ya regresé

Roland Barthes, Diario de duelo

cuando vengas, te cuento es un mensaje que su novio le deja a Juan Páez justo antes de morir. cuando vengas, te cuento bien podría ser la promesa trunca que abre el abismo sobre el que se teje este poemario. Una voz íntima, un gesto seductor, un relato que queda suspendido en el aire filoso de la ausencia; y un poeta que descubre, como nunca antes, que para sobrevivir ese silencio de la voz amada, esa soledad sin mesura, hay que escribir.
La voz amada, repito, la voz. Porque si hay una resonancia constante en este poemario preciosamente libre que adapta la forma según sus necesidades, es la de las voces: su oralidad, su gesto vívido. Hilvanarlas con la determinación de una costurera, como si una de las cosas que más doliera ante la muerte fuera eso: la falta de una voz. Dice Juan: «durante el día espero/ una voz que por las noches/ es un cuerpo que no regresa».
En un yo poético que desde música para aeropuertos se funda en el viaje y su movimiento, las voces son particularmente preciadas. Porque si los cuerpos relampaguean cada tanto en el universo del viajero, las voces son el indicio más fuerte, más brillante de esos cuerpos: «¿viajás esta o la próxima semana?»; «vení, abrazame, fin de la discusión»; «¿Dónde está el hombre de la segunda habitación?/¿Dónde está Jorge?»; «‹necesitamos la habitación, desocupe›». Las voces: la propia y la del amado fundamentalmente, y la ternura íntima de sus códigos. Pero también las de las enfermeras, de los amigos y los familiares, las voces de Bellessi, Barthes, Kavafis, Andruetto (también) son los hilos que van constelando el relato de un amor, de un dolor, de una ausencia.
Rodear las Grandes Palabras, como diría Pizarnik: el amor, la muerte, y como si fuera poco, la muerte del amor. Esa es la tarea vertiginosa de Juan Páez en su segundo poemario aquí reeditado y, dado que sabe de movimientos, y que escribir es la forma más hábil que tiene de moverse, eso hace: desplazarse. De poemas diminutos, a poemas más extensos, a diálogos, a pequeñas escenas relatadas en prosa. Como él mismo se define, nunca en el centro de nada, siempre en la frontera, Páez articula el duelo al ritmo de la necesidad: diario, poemario autobiográfico, elegía, memorias, carta, retórica de dos enamorados. Y de fondo a todo esto, siempre el goteo del tiempo: como si ese abismo que abre la muerte del amado fuera también un espejo donde volver a mirarse desde cero, donde volver a ver las primeras muertes, los signos pequeños que la vida había ido dejando como suaves revelaciones: «esa noche, en el helado, descubrimos al tiempo derretirse.»
Todo se derrite ante el duelo; todo se vuelve líquido. Lágrimas y lluvia, el yo poético que llora como un cielo, las formas que fluyen: poema a pequeño relato, relato a cita de un poeta, cita a diminuta plegaria: «mandame una sonrisa desde el cielo,/ Amor.»
Porque ¿qué es el duelo sino un cambio de estado, un pasaje del que uno nunca volverá siendo el mismo? ¿No es este poemario un bautismo hacia un nuevo yo, hacia la invención de un nuevo hogar? Hogar, que viene del latín focus, fuego, es aquello que tiembla, que se debilita con la velocidad del viaje y más aún ahora con la humedad de la muerte, pero no nos engañemos: el verdadero hogar de Juan se hace en la poesía. Elástica y adaptable al movimiento permanente del viajero, la casa de la poesía resiste cualquier mudanza. Incluso esta Gran Mudanza, incluso este estruendo.
El abismo que abre ese mensaje, esa promesa que estalla en el vacío (cuando vengas, te cuento) es una herida que cicatriza poema a poema. Juan Páez no espera aquel relato prometido, ni tampoco lo suspende: se hace cargo y empieza a contar él mismo, a enhebrar cuidadosamente las voces. Y la poesía cumple: devuelve el contorno a los cuerpos amados, incluso (y sobre todo) a los que no están. Para que estén. Para que verdaderamente estén.
Prueba de vida, prueba del dolor y del amor de los vivos. Prueba de la fuerza de la ternura, y de la memoria. Prueba del fuego de la palabra poética y de su poder de hacer resonar incluso a las vivencias más difíciles, siempre y cuando uno se entregue, como lo hace Juan en este libro, a su caprichoso movimiento de niño, a la armonía inesperada de sus voces.

Natalia Leiderman
junio, 2018


Fotografía: Estefanía Ceballos (Corrientes, 2018)


2 comentarios:

  1. Bellísimo libro, el dolor, el duelo, el antes, el después, el mientras tanto, todas las emociones reunidas en palabras, que pocos autores han logrado tal nivel de empatía en el lector y que considero,humildemente, que Juan Páez lo logra de manera ejemplar.

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  2. Natalia, sos tan luminosa! Gracias por haber aceptado escribir el prólogo y por esto tan lindo que decís. Sos la madrina del libro y eso es algo que siempre lo recuerdo con cariño!

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