Antes que nada quiero comentarles que hace unos meses
que estoy instalado en Formosa y que adoro esta ciudad, que sin conocernos, me
recibió con mucho verde y sol en pleno invierno.
El cuento que comparto a continuación lo leí el
pasado 11 de diciembre en la Asociación Italiana,
Formosa.
Se levanta tarde. Hace un par de minutos que ya
debería haber estado sentada frente al espejo peinándose, pero no, solo lleva
unos segundos mirando de reojo el despertador y se da cuenta de su poca
predisposición para abandonar la cama. Hasta que por fin se decide y despierta,
arremolina su cabello con la mano derecha y cuando quiere tomar las trabitas,
que estaban sobre la mesa de luz, se da cuenta de que su otra mano ya no está.
Independizada del resto del cuerpo camina por la vereda, deambula por algunas
calles que rodean al edificio donde, hasta ahora, vivió con ella. Levanta el
pulgar para que así el taxi, al cual le hiciera señas, se detenga. Casi no
lleva nada, solo un bolsito pequeño donde guarda, doblado por la mitad y
nuevamente por la mitad, el guante izquierdo por si refresca. Nunca escribió
con ella, ni las cartas de amor ni los mails a sus amigos, para eso siempre
estuvo la otra, piensa mientras ve cómo los edificios desaparecen por el
retrovisor del taxi. Como el bolso es pequeño, sabe que deberá buscar las
monedas con el meñique, pero eso ahora no le preocupa.
El viaje es largo pero finalmente llega a la casa que
habitó con ella de niña. Toca el portero, pide permiso al nuevo dueño; le dice
que quisiera pasar para recorrer el cuarto en el cual creció y se vio ser otra.
El dueño no tiene inconvenientes. Sube las escaleras: primero el dedo del medio
luego el índice, luego del medio, y así hasta llegar a la planta alta. Al niño
de la casa, que la observa subir, le causa algo de gracia ver cómo sube la
escalera, por momentos, la ve sostenerse de la baranda con el pulgar, y es
cuando el niño recuerda la voz de su madre:
Este encontró un huevito
Este lo levantó
Este lo fritó
Este le puso sal
Y el más pequeñito se lo comió.
Cuando llega al cuarto se pregunta por qué razón
siempre le resultó tan poco práctica, por qué ella nunca intentó tejer con
ella, siempre hizo todo con la mano derecha, y no solo tejer, sino todo lo
otro: agarrar la cucharita con la cual comió sola su primer yogurt, escribió la
primera palabra. No quiere preguntarse más, levanta la carterita y se despide,
también agradece la gentileza.
En otro lado de la ciudad, ella pega afiches con la
foto de su mano izquierda. Recuerda aquella vez que la tomó cuando jugaba con
la impresora. En la mesa de luz quedaron el anillo, las pulseras; también
reposa allí el guante derecho que se cayó del placard.
En el nAc - Formosa. |
Sin darse cuenta caminó lo suficiente como para
encontrarse cansada a la altura del puerto. Cuando levanta la vista, descubre
que se ha perdido, que no recuerda bien esa parte del barrio. Entonces allí,
justo en la vereda del frente, descubre la escuela donde Daniela aprendió
música. Tambaleándose corre hacia el edificio, hasta que de pronto
escucha de fondo cómo resuenan las melodías de los instrumentos. Agitada
y algo mareada, descubre, detrás de todo, el sonido de un piano. Ahora recuerda
la textura lisa de las teclas, la rugosidad de las hojas ubicadas en algún
atril y advierte, que de sus yemas, todavía se desliza ese movimiento en blanco
y negro.
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